Editorial
El cine “clásico” fue un arte de Estado y, en consecuencia, un problema de soberanía. Su momento industrial hubiera sido inconcebible, aun en Hollywood con el código Hays, sin las estructuras estatales y sin las legislaciones para el cine. Con los modernismos cinematográficos, hacia mediados del siglo XX, los Estados no pierden en absoluto su influjo sobre la producción cinematográfica, incluso sobre la no industrial, a pesar de que ahora esa producción reclama para sí ser considerada un arte sin Estado. Ser un arte sin Estado, para el cine moderno, equivalía a no sentir el deber de reconocerse como productor de una imagen oficial (estatal) del mundo. La tensión con el Estado, propia del modernismo cinematográfico, exponía cuán complejo era desear no reconocerlo –salvo de manera negativa, por el rechazo hacia sus aparatos– y tener sin embargo que recurrir a él, en reclamo de leyes que no hace valer el mercado, para producir obras que no deberían sentir ninguna deuda por haber sido protegidas de este modo. Los Estados no dejaron de constituir pues, históricamente, la condición de posibilidad del cine no imperial (del cine no hollywoodense), porque fueron el frente mismo contra el cual se dirigieron los cineastas modernos tanto en sus propios filmes como en sus textos críticos y en sus acciones políticas. La función crítica que el cine moderno asume respecto del Estado no dejó de configurarse, en algunos casos, en el seno de sus estructuras, sea en las propias instituciones estatales (como el Centro Sperimentale di Cinematografia, en Italia), sea por medio de las negociaciones para la reforma y la revisión de sus estatutos para incorporar las distintas modalidades de los nuevos cines (como en el caso del cine experimental, en el decreto ley argentino del año 1957; o como en la serie de concursos cinematográficos en México en el año 1965). En todos esos casos, los nuevos cines dependieron inescindiblemente del entramado institucional, legislativo, económico y financiero, al punto de que sería preciso afirmar que los Estados han sido la mediación necesaria, el socio hostil y a la vez inevitable, de esos cineastas “independientes” que luego, con la politización de la cultura en los años setenta, se vuelven revolucionarios, clandestinos, tercermundistas (Normalización y excedencia. El cine italiano de la posguerra; y Un cine latinoamericano. Los nuevos cines y los cines políticos ante los Estados).
En la contemporaneidad, en los países con Estados teocráticos, el cine sigue constituyendo un campo de disputa simbólica, continúa asumiendo su función crítica propiamente moderna, como ocurre con el conflicto palestino-israelí, cuya cinematografía (tanto de cineastas israelíes como palestinos) no cesa de interpretar, de debatir en sus historias, en sus mitos, en sus episodios más o menos recientes, en sus propios territorios fronterizos, el largo enfrentamiento de ambas culturas y de ambas religiones (Imágenes del país de Canáan. El conflicto palestino-israelí en el cine).
Mientras, en gran parte del cine concebido como autoral todavía sobreviven las armas del modernismo cinematográfico, el signo radicalmente político de la cultura antitestatal se ha transformado por la disponibilidad masiva para lo cinematográfico que trajo Internet. El cine puede prescindir por primera vez en su historia completamente de los Estados, volverse, en efecto, un arte sin Estado, pero, por eso mismo, no podría ya concebirse ni como clandestino ni como alternativo-autoral (La posibilidad de un arte sin Estado. El cine después de Internet). Mientras el modernismo cinematográfico sobrevive como tradición crítica ya completamente academizada y el cine político-militante, como tradición estética antiestatalista que se puede practicar sin clandestinidad, la libertad que ofrece Internet para el cine todavía no termina de dejar de ser una libertad vigilada –vigilada en nombre de la Libertad de Mercado–.
Kilómetro111