Editorial
En la primera mitad del siglo XX, hasta los modernismos cinematográficos, los Estados mantuvieron con el cine, ante todo, relaciones de fiscalización, más o menos estrictas según los casos, que consistieron especialmente en imposiciones, consensuadas u obligadas, de sentidos morales, políticos e ideológicos a sus temas. Estuviera el cine financiado por los gobiernos o fuera producido por empresarios privados, los Estados tuvieron una conciencia variadamente intensa de que las historias narradas por medio de las imágenes cinematográficas poseen una fuerza de impacto sobre los sujetos cuyo alcance es inconmensurable respecto de las imágenes fijas (cualesquiera sean) y, más aún, respecto de la palabra escrita. En este punto, en la primera mitad del siglo pasado el cine supera notoriamente, en cuanto a su recepción masiva, a la literatura del siglo xix en sus formas más populares, como el folletín. Pero si los autores de algunos folletines burgueses decimonónicos, o incluso de poemas, fueron llevados a juicio, ninguno de esos casos son comparables con las estructuras institucionales organizadas en el siglo pasado en los Estados para controlar el cine..
Los regímenes totalitarios y dictatoriales, de los años veinte, treinta y cuarenta, fueron los más agudos al reconocer el potencial formador del cine. Sus ideólogos asumían para el Estado funciones críticas que, aunque de conservación y de control, no son poco comparables con la figura del crítico que autonomizará su práctica, paralelamente al cine moderno, a partir de la segunda posguerra mundial. Joseph Goebbels en Alemania, Matías Sánchez Sorondo en Argentina, o Luigi Freddi en Italia, poseían un tipo de saber (sociológico, económico, cultural, estadístico, histórico) que la profesionalización y especialización de la crítica conducirán a la desaparición. Esas figuras son centrales en el reconocimiento estatal del potencial de formación, moral y política, del cine, instrumentable ya para la consolidación y ampliación del poder estatal, ya para el control del disenso. Todos ellos saben, de una manera u otra, que la imagen del cine, en el período, está del lado del dominio, porque no es reflexiva (ni debe serlo) y porque impide, o no demanda, la elaboración intelectual de parte de un espectador que no es, ni puede ser, un lector. Saben también que la imagen en movimiento es de percepción e intelección inmediatas, directas, y en eso vehículo de eficacia incomparable en la transmisión de ideas (oficiales) sobre el mundo; la palabra escrita, en cambio, requiere siempre de un aprendizaje lento, costoso, que no todos los espectadores han hecho.
El período stalinista, para el cine, es el fin del constructivismo de la escuela soviética que concebía la realidad como una construcción del medio cinematográfico mismo y no como una reproducción de su modo de ser preexistente. Esto lleva a la discusión entre sus cineastas respecto del compromiso con el partido o con el proceso revolucionario (“Entre los héroes y el realismo. Čapaev, Eisenstein y el cine soviético bajo Stalin”). El período nazi, con Leni Riefenstahl como cineasta paradigmática, concibe en cambio la realidad como una organización para la puesta en escena documental; y concibe al intelectual del régimen como artista útil cuya justificación se hace en nombre de cierta apoliticidad y perennidad del arte (“Estado, sociedad e industria del cine en la Alemania nazi. La trilogía documental de Leni Riefenstahl”). El fascismo italiano y el peronismo clásico argentino, si bien son gobiernos incomparables en sus aspectos políticos e ideológicos, presentan analogías tanto en su control “imperfecto” del cine –por errático, tolerante, sin ficciones propagandísticas estatales–, así como en la “política” de los cineastas y de los productores que indirectamente inducen: un cine de alucinación y disimulación de lo real fascista, en uno (“Entre el realismo y la disimulación. La forma sutil del cine fascista”) y un cine “culto” de cumplimiento y, al mismo tiempo, evitación de las normas estatales, en el otro (“Un cine culto para el pueblo. La transposición como política del cine durante el primer peronismo”). Pero si el cine es entendido como un arte de Estado, es porque acarrea un problema de soberanía que excede el signo político de los gobiernos con los que confronta, o a los que se acomoda, en cada momento histórico. Que el Estado subvencione su existencia se debe a que vio –y sigue viendo– en él la posibilidad inédita de un arte popular mecánico. De ahí que la relación entre el cine y el Estado no sólo no cese, sino que no cesa de ser problemática (“Un arte de estado. Cine y estéticas oficiales”).
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