Editorial
“Ningún arte fue grande sin teoría”, dijo Béla Balázs, uno de los primeros grandes teóricos del cine. A principios del siglo xix, el cine era la nueva máquina y se esperaba que se convirtiera, por sus cualidades técnicas, en el arte total. Con el Manifiesto de las siete artes (1911), de Riccioto Canudo, comienza la historia de la teoría del cine. Desde entonces, para algunos cineastas, la teoría se hizo parte inescindible de los grandes proyectos artísticos e incluso políticos. La escuela soviética es impensable sin esa abundancia de escritos teóricos, desde Eisenstein, Pudovkin, hasta Vertov, que aún hoy demandan una exégesis. Las vanguardias históricas encontraron fundamentos en la teoría e intentaron elaborar, como Jean Epstein en Francia, una filosofía de la mecánica a través del cine, porque el cine era y tenía que ser una “máquina inteligente”. Esa cualidad maquínica del cine sigue siendo central en la primera teoría del cine moderno que, en la posguerra, elabora André Bazin. Su ontología del cine se basa, como se sabe, en la posibilidad de una reproducción objetiva, técnica, de la realidad. Pero por esto mismo, su teoría constituye, en cierto sentido, una oposición frontal respecto de las teorías del período clásico del cine que lo validaban como arte por la predominancia del montaje, por las posibilidades “formativas” del cine.
Con el cine moderno, la teoría observará desplazamientos y cambios hasta su actual pérdida de vigencia. Hacia los años sesenta, las producciones crítico-teóricas, sobre todo francesas, se politizan junto con el cine y, en gran parte, son una dura refutación del idealismo baziniano. Al mismo tiempo, los estudios de cine ingresan a la universidad de la mano del estructuralismo: el cine es ahora considerado como un lenguaje y analizado a partir de categorías lingüísticas (el primer Christian Metz). Algo de esta última línea sobrevive en los estudios académicos que no tienen, sin embargo, la fortuna de trascender el ámbito que los produce. En los años ochenta, el filósofo Gilles Deleuze deja abiertamente de lado la perspectiva del cine como lenguaje (“el plano no es equivalente a un enunciado”) y elabora un “pensamiento-imagen” donde los cineastas son leídos como grandes pensadores.
Este número intenta releer algunas de las grandes teorías (Eisenstein, Bazin) para evaluar su destino: desde una exégesis contemporánea del último texto del gran cineasta soviético no traducido a lenguas no-eslavas, Metod, hasta una evaluación de la actualidad e inactualidad del primer teórico del cine moderno. Pero también revisa la elaboración que dos grandes filósofos, varias veces enfrentados en polémicas estéticas (Adorno, Lukács), hicieron de un arte que, sin embargo, no fue objeto privilegiado de sus pensamientos. Por último, una relectura de un crítico de cine, Serge Daney que, si bien no elaboró teorías –aunque escribió algunos de sus textos bajo el influjo del paradigma teórico coetáneo– es uno de los autores más influyentes en los estudios de cine contemporáneo. Su lucidez y su vigencia no dependieron, estrictamente hablando, de la teoría.
La teoría parece haber perdido hoy su evidencia y su finalidad; en todo caso, se estudia en la academia. Incluso, en ciertos ámbitos de la crítica reina un ánimo abiertamente anti-teórico. Pero a la teoría y el cine desligados de los grandes proyectos culturales aún les queda acoger y componer los conceptos del cine, extraer de este medio sus verdades.
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