Editorial
Es preciso que el cine esté en relación, política y estéticamente, con el mundo vivido, y no al revés. Esta necesidad fue evidente en el cine de la vanguardia soviética que se recortaba sobre el fondo de un Estado revolucionario y confiaba en la técnica cinematográfica para dirigirse a las masas, a diferencia del cine nazi que, si bien se dirigía a ellas, lo hacía sin promesa posible, porque el nazismo estetizó la política y, como se sabe, pretendió clausurar la Historia. A mediados de siglo, luego del surgimiento de los cines modernos, y en una compleja relación con ellos, se gesta una nueva necesidad de la política en el cine, pero esta vez sin Estado, aunque con una nueva idea de promesa, ya que este cine era paralelo a diversos movimientos políticos contemporáneos. Pero el nuevo cine político no es homogéneo en su relación con las masas: el latinoamericano depositaba su confianza en una nueva pedagogía hacia el pueblo (Sanjinés, Solanas, Gleyzer, Littín…); el europeo y norteamericano, más centrado en cuestiones formales y estéticas, no establecía lazos directos con los grandes movimientos sociales (Straub y Huillet, Godard y Gorin, Kramer…). No obstante, en ambos, esa carencia de un Estado revolucionario (salvo en el cine cubano) hizo del cine político moderno una práctica de resistencia, un arte menor, clandestino.
¿Qué hacer con estas dos herencias? Se trata de una doble fundación cuyo olvido es denodado y notorio. El cine contemporáneo no establece continuidad alguna con ellas; y la historia del cine parece tratarlas como fenómenos datados, de una época caduca o lejana. Uno de los desafíos de la crítica reside en comprender las razones de ese olvido, e incluso considerar bajo qué nuevas formas puede refundarse la política en el cine, cuando el mundo actual está vaciado de promesas, propugna la clausura de la Historia y el fin de las ideologías. En este marco, la crítica no debe ser por completo retrospectiva; su práctica también está en el lugar desde el que ella se enuncia; por tanto, en cómo se hace cargo de su propia actualidad.
Kilómetro 111 vuelve a ese momento fundacional de la vanguardia política moderna, con ensayos en torno a autores, teorías y grupos: Jean-Marie Strub y Danièle Huillet, cuyo cine aún continúa haciendo imposible la reconciliación del presente consigo mismo; el pensamiento de Guy Debord, que hoy, más que nunca, lanza interrogaciones al extremo refinamiento del fetichismo de la mercancía que se ha convertido en espectáculo; “los años no legendarios” de Cahiers du cinéma, en los que se discute teóricamente la articulación ideológica que pone en juego la imagen, la técnica y el sujeto; el viraje hacia la ficción del cine político argentino, previamente documental, como respuesta al cambio histórico que tiene lugar hacia 1973; y por último un ensayo en relación al Berlín Alexanderplatz de Alfred Döblin y la versión televisiva de Rainer W. Fassbinder, un autor del “nuevo cine alemán” que, aunque bajo la forma del melodrama, no dejó de asumir el pasado nazi. Si en esos dos momentos fundacionales el cine abrazó la promesa contenida en la política, el tiempo sin embargo no ha demostrado otra cosa que la ineficacia misma del cine o del arte con respecto a la transformación del mundo. A pesar de ello, esa promesa persiste y sigue revelándose necesaria en espera de los acontecimientos venideros.
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