Editorial
El cine moderno tuvo como posibilidad de desarrollo dos vías históricamente determinadas. Una, la lógica del autor, que se constituye reivindicando dos cines contrapuestos, el neorrealismo y los autores de Hollywood. Otra, el cine político, que rechaza la idea de autor, y cuyo desarrollo tuvo lugar desde mediados de los años sesenta hasta la década siguiente. Ambas vías fueron influyentes, y ambas, también se extendieron por el mundo. Pero donde la primera aún parece sobrevivir, la segunda no supera el conjunto de esos años, salvo los casos de algunos cineastas que se reconocen en esa tradición, como el de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. Como el cine de autor, la vía política reconoció también sus precedentes, esta vez reivindicando las experiencias de la vanguardia soviética.
Con la vía política comienza lo que podríamos denominar la era de la sospecha en el cine. Sospecha ideológica sobre el estatuto de la imagen, sobre sus procesos de producción y sus técnicas; desconfianza frente al realismo ontológico baziniano, ya que lo real registrado se había vuelto radicalmente ideológico. Se trataba de buscar una salida a la dimensión de la mercancía que aqueja en su constitución misma al cine. Tomar la vía de la política en el cine implicó, incluso, romper con la cinefilia, con el espectáculo, con el género y, en última instancia, con el cine mismo, para ir al encuentro de la realidad política y social. En Europa y en Estados Unidos, los riesgos tomados fueron sobre todo formales, y también teóricos, porque en estos años se produce una politización masiva de la teoría. En Latinoamérica, los riesgos fueron otros, porque sus cineastas quisieron, como militantes, no sólo acompañar los procesos sociales o dar cuenta de ellos, sino producirlos, darles vía a través del cine.
Ahora bien, este cine parece haber muerto con la década misma de los setenta, incluso con los cuerpos que lo sostuvieron, al menos en Latinoamérica. Las ideas se matan, no es cierto lo contrario, pero junto a los hombres que las sostienen. En este número de Kilómetro 111 tratamos de volver a ver el cine político, no tanto por el olvido que parece aquejarlo, sino por el recuerdo vivo de algunas experiencias: una reconstrucción de la escena política mundial en que el cine argentino se inscribió, una lectura de sus documentales, y una exploración del pensamiento de autores que mantuvieron relaciones complejas y diversas con la política como Glauber Rocha, Luis Buñuel y Pier Paolo Pasolini.
En cierta oportunidad, Eric Rohmer –tal vez el cineasta más conservador de la Nouvelle Vague-, al dejar la redacción de Les Temps Modernes, escribió: “Si es verdad que la historia es dialéctica, entonces llega un momento en que los valores de conservación son más modernos que los valores de progreso”. Por ahora, esta sentencia parece ir ganando la batalla en el universo cinematográfico (y sin duda en el mundo), ya que la lógica del autor se impone como la lógica más moderna. Que esta fórmula pueda ser invertida en el cine aparece por el momento como imposible. Para nosotros se trata, entonces, de pensar las razones de esta imposibilidad.
Kilómetro111