Nueva introducción a la vida no fascista: las pedagogías de Bixa travesty
A propósito de Bixa travesty, de Claudia Priscilla y Kiko Goifman
por Gabriel Giorgi
El género como arma
Cada vez que canta Bixa Preta (“Marica Negra”), la cantante y performer Linn da Quebrada subraya el estribillo –que dice “Bicha preTRÁ, TRÁ, TRÁ, TRÁ”– mientras hace el gesto de blandir con su mano un revólver y disparar a su alrededor. “Preta” y disparo, marica y guerra, fusionados. El gesto parece remedar, casi literalmente, el de Jair Bolsonaro, quien a lo largo de su campaña presidencial –e incluso después–, hizo del disparo simbólico a sus muchos enemigos la marca de una visión de la democracia y de la política. Es sin duda interesante este reflejo y esta especularidad: el macho patriarca, ultraconservador y caricaturesco en su racismo y machismo –el Joker del fascismo tropical, podríamos decir– y una performer periférica, marica, en el cruce entre lo travesti, lo afro y lo marginal, enfrentados en el reflejo del disparo teatral. El gesto en disputa, en un Brasil que radicaliza sus apuestas y demarca allí las condiciones de mundos divergentes.
Sería, sin embargo, engañoso dejarnos llevar por esta simetría del gesto. Si en Bolsonaro se trata sobre todo de agujerear las palabras de la política para reemplazarlas con un afecto reactivo, jerárquico y restaurador que llama al silencio –donde el gesto quiere poner en su lugar y mantener la distancia respecto de los otros cuerpos: matar toda proximidad, su desorden–, el gesto de Linn va junto a las palabras y a la música: no es un límite, sino un comienzo. El gesto como apertura de un canal para la voz, para las palabras y para el cuerpo: para hacer lugar a un mundo.
Bicha estranha, louca, preta, da favela
Quando ela tá passando todos riem da cara dela
Mas, se liga macho
Presta muita atenção
Senta e observa a tua destruição
Bicha preTRÁ, TRÁ, TRÁ, TRÁ, TRÁ
Bicha preTRÁ, TRÁ, TRÁ, TRÁ
Bicha preTRÁ, TRÁ, TRÁ, TRÁ, TRÁ
É muito tarde, macho alfa
Eu não sou pro teu bico
Não[1]
Fuera del alcance del macho: la consigna es un programa. No ser para el “macho alfa” es aquí ser para otrxs, para otros géneros, otras anatomías irreductibles a la norma, y para otras fantasías: otras resonancias del afecto y del deseo, mundos que se abren allí donde el mundo del macho se licúa a fuerza de resistencia pero también de invención y de olvido. Un mundo sin lugar para el macho como régimen y norma: esa pedagogía, ambiciosa y utópica a la vez que cotidiana, es la que impulsa Bixa Travesty, el documental de Kiko Goifman y Claudia Priscilla estrenado este año en Buenos Aires, que tiene por protagonista a Linn da Quebrada y que sitúa en ella un lugar de enunciación, un modo de poner el cuerpo y, por lo tanto, eso que Suely Rolnik llama “un embrión de mundo.”
Brasil entre tiempos
Brasil es un laboratorio radical. Por un lado, el bolsonarismo es un experimento político inédito, combinando propuestas ultraneoliberales con retóricas neofascistas que combinan pentecostalismos diversos, desprecio ambiental y racismos exacerbados. Quizá, sin embargo, su sello inconfundible sea el de una teatralidad de lo masculino que oscila entre la violencia y la caricatura: figuras que parecen salidas de una comedia televisiva van adquiriendo las texturas de lo real y la voluntad de la norma. Valga recordar el contraste que hizo Eduardo Bolsonaro —hijo del presidente Jair— entre su perfil de Twitter y el de Dyhzy/Estanislao Fernández, como si su pose de piernas abiertas y ametralladora en mano reafirmara una virtud que la imagen dragueada de Dyzhy pusiera en riesgo. Una masculinidad risible, inseparable de su propia parodia, ajena a la larga memoria de representaciones visuales y culturales que la descartaron. Ese es el valor central del bolsonarismo: si vocifera restauración social movilizando signos de raza, clase y nación, su apuesta pasa fundamentalmente por una masculinidad de trazo grueso que combina caricatura y promesa de muerte.
Pero a la vez, sobre ese mismo fondo Brasil exhibe prácticas estéticas en las que se despliegan territorios sensibles hechos de performance, lenguajes musicales y poéticos, modos de visibilidad del cuerpo que conjugan líneas de insurrección y creación que –subrayo– van mucho más allá de la resistencia a la restauración conservadora en curso. Tanto desde los feminismos y antirracismos como desde las rabiosas culturas trans, Brasil, desde los cruces entre cine, performance y música, y que siempre incluyen la poesía, se vuelve un laboratorio, quizá inesperado, para las culturas de la disidencia y la invención de cuerpos, géneros y deseos. Pensemos en Linker e os caramelows, Barraco da Rosa, As bahia e as Cozinha Minheira, sólo por nombrar algunos de los experimentos culturales que cruzan invenciones de cuerpos y de afectos a partir de vocabularios feministas, sexo-disidentes y antirracistas, y desde ahí formas de vida que muestran una radicalidad de aliento mucho más sostenido que la pura respuesta a la reacción conservadora en curso.
Bixa travesty se sitúa en este contexto. El documental sigue algunas performances, diálogos y escenas de vida cotidiana de Linn da Quebrada, performer, cantante y activista que hace de su posición como marica travesti y del escenario de la periferia paulista un material no sólo de creación artística sino fundamentalmente de trabajo ético, esto es: de afirmación de una posibilidad de vida precisamente allí donde la norma de género –su matriz violenta, su paranoia cotidiana, su demanda insaciable– se pone en variación; precisamente en esa capacidad de eludir las gramáticas más reconocibles de la identidad es donde aquí surge un espacio para afirmar no sólo la propia existencia, sino la posibilidad misma de una vida vivible. El documental de Goifman y Priscilla no vale la pena sólo porque acompaña, con complicidad y juego compartido, el desafío de una performer y una subjetividad ante una sociedad crecientemente hostil. El documental es valioso porque, en lugar de recorrer los lugares más previsibles de las vidas disidentes –la necropolítica, las vidas masacradas, los retornos triunfales de la Vida Hetero como la única vida viable– documenta la posibilidad de cuerpos y mundos en mutación, las condiciones de su existencia, las marcas de su realización. No testimonio, sino documento de la potencia, de una posibilidad de vida en proceso de emergencia y afirmación: la gestación de un espacio de vida, desde abajo, allí donde la reacción conservadora, vista desde arriba, parece aplastarlo todo. La cotidianidad micropolítica —hecha de gestos, afectos, escenas de escala menor— de un cuerpo en disidencia: ahí la práctica del documental.
Documentar un programa ético en el reino de la restauración conservadora: he ahí el interés enorme de este film.
Ante la Linn da Quebrada, la protagonista de Bixa travesty, incluso la noción de disidencia parece quedarse corta. “Bixa” y “travesti” funcionan aquí a contrapelo de las lógicas de reconocimiento de la identidad, que acumulan posiciones y lugares en un acrónimo abierto a la proliferación –GLTTBIQ… En lugar de dos identidades captadas como “interseccionales”, lo que se escenifica aquí es la variación, un ejercicio donde la relación entre nombres y cuerpos, entre palabras e imágenes se descoloca de una manera radical. Más que una combinación tensa entre identidades, aquí se pone en transición a la vez los cuerpos y los lenguajes. El documental es un repertorio de estos ejercicios: arranca con una interpelación a “enviadecer”, es decir, a amariconarse y continúa con una serie de fórmulas que apuntan a rehacer el cuerpo y el deseo: “verga de mujer”, como construcción que insiste sobre la falsedad de la contradicción. El cuerpo, sus partes y sus anclajes simbólicos, se rearma. Lengua y performance, una lengua performática, que disputa la naturalización del género y su evidencia visual: ahí tiene lugar la maricona travesti. “Eu serei um trastorno aos termos que vocês criaram….eu serei um trastorno a suas teses”, anuncia, irónica, Linn. Una lengua performática que sabe su trabajo de producir saber desde las marcaciones de una norma dominante cuya capacidad para ordenar los cuerpos enfrenta su falla irrecusable, su punto ciego.
Bixa travesty está, sin embargo, a distancia de todo discurso cívico, incluso de toda política LGTTBIQ organizada: el foco no cae allí, como si quisiera insistir sobre la cotidianidad, el tiempo propio de una subjetividad que se sabe política pero que quiere insistir en el aprendizaje ético de su proceso. Esa pedagogía es el eje central del documental: una pedagogía afirmativa como repertorio de herramientas a contrapelo de la norma y como afirmación de las coordenadas de una existencia. Esa pedagogía es el gesto político que atraviesa el documental, que justamente gira insistentemente alrededor de ejercicios prácticos sobre y desde el cuerpo. El film está lleno de preguntas sin respuesta: ¿Hormonas sí o no? ¿Desear al macho? ¿Reeducar al deseo? Insiste el llamado a dirigir el deseo hacia otros lazos, otros deseos: Linn con su novio gay, o el debate sobre la posibilidad de dos travestis que se enamoren. El foco, en todo caso, está claro: no ser para el macho, sacudirse esa economía.
Una anatomía en disputa
Bixa… es un documental que gira en torno a una de las preguntas que parece recorrer la sensibilidad del presente, en el diseño de las micropolíticas de una cotidianeidad transformada: ¿qué pasa cuando esa gramática letal de lo masculino y lo femenino empieza a resquebrajarse? ¿Qué pasa cuando el género se habita desde otra forma? ¿Qué pasa cuando el género como diferencial se vuelve proliferante, cuando el permiso para que el cuerpo sea otra cosa distinta al “yeso”, como dice Segato, de lo masculino y femenino se vuelve calle y espacio público? Ese trabajo de polinización –frecuentemente visto como efecto superficial, epidérmico– donde el género, sus emblemas simbólicos y corporales, se vuelve superficie de disputa y reinvención, eso es lo que se hace imagen en el documental.
En una escena, la cámara se detiene largamente en el pene de Linn, en sus testículos, en su entrepierna. Es una escena de metamorfosis: la mano que juega con el pene, lo cubre con el escroto, le cambia la forma y el tamaño, lo vuelve una suerte de órgano transicional, irreconocible. Ese órgano irreconocible, capaz de desautomatizar gráficamente toda equivalencia entre cuerpo y masculinidad fálica, entre anatomía y orden simbólico –eso es lo que el documental despliega como terreno de invención y de batalla. Lo hace, interesantemente, a distancia de la figura de la drag, de la performance como parodia, repetición y desvío del género. Aquí no se parodia la ley del género: se la vuelve irreconocible. Barba, escroto, verga, voz: nada de esto es masculino. Cada marca corporal se reclama: tarea infinita de, más que “deshacer el género”, volverlo una variación permanente.
Ese volver irreconocible al género es la tarea de esta pedagogía. Hay otros cuerpos en el cuerpo, y el desmontaje del género es su herramienta: esa es la consigna de esta pedagogía pública que es, quién lo duda, el territorio en el que se juegan muchas claves de las guerras políticas del presente.
Además de las imágenes, el documental trabaja con las guerras en la lengua. Arranca con una inyunción recurrente: la primera canción se destina a un você que luego se replica en un “ustedes” genérico: el de los “hombres.” El vocativo (como el del “el violador eres tú” de la performance feminista en Chile que se volvió mundial) es aquí menos una interpelación real que la definición del campo de batalla y el espacio de las alianzas: contra el macho, el arco expansivo de un “femenino” que pasa por mujeres cis y trans, “zapatonas” (lesbianas) y “bixas.” Esa distribución es un campo de disputas y la invención de un “nosotras” enmarca el lugar de bixa travesty que Linn quiere situar.
Hay que prestarle atención a ese vocativo en este documental pero también en muchas prácticas contemporáneas. Porque ahí se reordenan los circuitos de interpelación, los modos de posicionamiento, los pactos y las guerras en la lengua. Aquí no es la clase ni la raza lo que arma los repertorios de lo común, de lo colectivo y de lo compartible: es lo femenino como línea de arrastre de cuerpos y relaciones. Pero entonces allí no se juega solamente una interpelación estratégica en una coyuntura determinada, sino, al contrario, una cartografía de lo social que pone en variación a los cuerpos, a sus nombres y a sus subjetivaciones. Es allí donde la performance adquiere su relevancia para el presente: no se trata de una herramienta expresiva para la subjetividad —como a veces lo quieren las retóricas del “yo”— sino de un programa de ejercicios de variación de cuerpos y lenguajes. Performance es ese umbral de mutación en curso.
Una política del vocativo y del pronombre (quién es la segunda persona ante la cual me armo como sujeto político y que me sitúo en un nosotrxs por venir: el pueblo que falta) para un repertorio utópico, en presente y en acción.
Todos los futuros están en el pasado
Este año se republicó en Estados Unidos un texto incomparable: The Faggots and Their Friends Between Revolutions [Las maricas y sus amigxs entre revoluciones], de Larry Mitchell, originalmente publicado en 1977: un manual, entre ciencia ficción y saga medieval, donde maricas, lesbianas, travestis y trans le declaran la guerra al Macho y gesta mundos allí donde esa Norma se resquebraja. Mundos compactos, mundos en sí mismos: la fuga de aquellos herederos directos de Stonewall que fundaron comunidades autónomas, antimachistas, antirracistas y anticapitalistas, donde crecieron esas figuras incomparables que son las radical fairies (las hadas radicales) barbudas y con faldas de gasa que son una referencia de los cuerpos no binaries, gender bending, fluidos, que definen el paisaje de las ciudades contemporáneas. The Faggots and Their Friends: políticas de la amistad y de la alianza en el arco de lo femenino como gramática de una utopía tanto del placer como del territorio y de la supervivencia. En el texto de Mitchell ya se anticipaba el poder de destrucción sobre la vida y sus condiciones que era parte del dominio del Macho, y que el gobierno de Trump despliega como espectáculo de la comedia negra del fascismo contemporáneo. En esa profecía cumplida cuarenta años después se lee la escala de la lucha y del desafío de nuestra época. Desde el archivo viene la posibilidad del futuro: en la era Trump se conjugan los tiempos olvidados del movimiento GLTTBIQ y que se vuelven a la vez imperiosos y urgentes.
Algo similar sucede en Bixa travesty. Aquí la memoria tiene una referencia explícita: Ney Matogrosso. El ícono queer, tan decisivo para las culturas contemporáneas de Brasil y de América Latina, cuya figura abrió repertorios de performance y voz para los futuros de la región, retorna aquí como memoria y lazo con una inflexión histórica de apertura y promesa. Ney Matogrosso se hace presente en un guante usado en una de sus performances con los Secos e molhados y que reaparece en las actuaciones de Linn. Aquí es clave esa referencia: es la memoria de ese momento de inflexión radical que fueron los primeros 1970s, donde los Secos e molhados intervinieron, desde la televisión misma, además de los conciertos y la radio, los modos en que se ponían los cuerpos en escena. Ese sedimento retorna aquí: las memorias, una vez más, se activan en los momentos de peligro. Es significativo que el escenario desde donde se movilice este repertorio y estos desafíos sea el de la periferia de las ciudades, ya no la metrópolis sino el “bairro”: Linn insiste en la abundancia de estilo, de forma, de linajes estéticos que pueblan las periferias urbanas como laboratorio queer. En lugar del viaje a la metrópolis, el viaje reverso: hacia el barrio, hacia la favela, hacia la zona plebeya de la invención y el desafío.
Manual de cuidados
Pocos cuerpos han sido tan enfermados por la cultura como los cuerpos queer, travestis y trans. La historia de la disidencia genérico-sexual es una arqueología de la Enfermedad: no pareciera haber salud posible para nuestros cuerpos –no, al menos, esa Salud reservada para el ideal abstracto de la norma hetero, ese sueño de la heterosexualidad celestial–. Una secuencia de Bixa travesty disputa, de modos precisos, esta relación entre su cuerpo y la salud. El documental incluye material que Linn registró durante su tratamiento contra el cáncer, la quimioterapia y la internación. Hace de la habitación del hospital un campo performático donde se va sacando, de a mechones, todo su cabello –el pelo largo y rizado de Linn será protagonista central en todo el film–, se lo pone como rodete en su cabeza pelada, posa. Más tarde, la cabeza desnuda, el delantal de paciente hospitalaria, los labios pintados y el suero se vuelven el teatro de un cuerpo que hace de la enfermedad otra vía libre respecto de la norma. Aquí el cuerpo adquiere, dice Linn, una nueva conciencia: la que sabe que el cáncer es también algo propio, o que en todo caso no es ajeno, no es exterior, y que esa convivencia es central para entender lo que es un cuerpo. Y también, para comprender “o que ha en mí que não quer morrer”, como si el cuerpo se volviese la pista de carrera de esas potencias extraviadas y la voz asistiera a esa dispersión.
Aprendizaje sobre “as fragilidades do corpo”, pero también sobre “as potências que estã justamente no encontro com esas fragilidades”: la potencia, la afirmación no como la contracara, la negación de la vulnerabilidad, sino precisamente como encuentro con la precariedad que hace al cuerpo, que viene con su vida, con sus extravíos. Cuerpo de quimio, cuerpo maquillado, cuerpo de una performance que pasa por el latido de la fragilidad: ahí también se juega una relación con el género, porque son saberes que la norma masculina repudia, y que ese femenino del que habla Linn activa como manual de operaciones.
Vulnerabilidad y placer: en el hospital, una vez más, el culo, es protagonista (“el culo siempre está ahí”, dice Linn): en la cama, cuando las enfermeras no pasan, vestida con la bata reglamentaria, desnuda, Linn abre las piernas, se acaricia el ano, lo pone en escena: el punto de placer femenino siempre está ahí.
El documental insiste también sobre escenas de baño compartido, con la madre, con las amigas. El agua y el baño vienen aquí con carga utópica: son escenas especialmente íntimas, que combinan el afecto con el cuidado, y que a la vez emanan un erotismo no genital, una cierta infancia de la sexualidad. Cuerpos que se abrazan, que se enjabonan, se masajean, se divierten. La escena con la madre es especialmente interesante, donde se cruzan las memorias de infancia (el niño bañado por su madre), con la vejez incipiente y el cuidado del cuerpo materno, todo esto con un tamiz de una afectividad y un erotismo difuso. La pesadilla de Edipo: justamente un espacio en la inflexión de ese corte que debería hacer al sujeto y que aquí aparece como el lugar donde la proximidad de los cuerpos se conjuga bajo el signo del cuidado. Estas escenas son así las de, una vez más, afirmación de un espacio existente: el baño compartido como la imagen de una utopía cotidiana.
Eso acontece cuando es lo femenino lo que recorre y hace los cuerpos. Ese género en variación no apuesta, como queda claro, a la supresión de la diferencia, sino su puesta al infinito. Lo que en cada cuerpo se desliza, todo el tiempo y fuera de control, hacia fuera de esa ley insaciable del género que, en el fondo, odia los cuerpos porque los quiere reducir a una pura abstracción del Ideal. Eso que bordea y trabaja en la variación, ese es el terreno de una micropolítica que es la de una utopía del día a día, de lo que no tiene lugar y sin embargo sucede, reclama su lugar, su topos subterráneo y su clivaje hacia la superficie. Ese terreno y ese contagio es lo que tenemos en común. La Bixa travesty es allí manual de operaciones y pedagogía en la emergencia.
Filosofía trava
La vida cotidiana aquí es pura abundancia: descubre las texturas incesantes de un mundo. En una escena de depilación y de chisme y confesiones con otra trava, Linn discute la posibilidad de enamorarse de un gay, de que dos travestis se amen, de que las formas de amor proliferen, ante la resistencia de su amiga que descree de esas utopías amorosas. Se ríen, discuten. Filosofía trava en la peluquería de barrio: donde se juega con la lengua, con la experiencia, con los saberes. Y donde se albergan los mundos posibles, las formas de vida que pujan y se afincan en lo real.
A la vez, en la escena se escucha también el sonido ambiente, que viene de afuera, de la calle. La voz de un pastor que dice tener “novedades para tu vida”, que le habla a los “hermanos.” La voz del sermón, del varón, con el megáfono, afuera. De este lado, en este otro espacio público que es el de la peluquería y el del documental, la microscopía de la lengua, la depilación de las cejas, la invención de los cuerpos.
Postal cotidiana del campo de batalla del presente: en el corazón mezquino del fascismo contemporáneo, las maricas travestis trazan, como geómetras exactas, las coordenadas de un mundo.
[1] Marica extraña, loca, negra, de la favela/ Cuando ella pasa todos se le ríen en la cara/ Pero, enterate macho/ Prestá mucha atención/ Sentate y mira tu propia destrucción./ Marica preTRA preTRA preTRA…/ Ya es tarde, macho alfa/ No estoy a tu alcance/ No”.
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