La mujer es el futuro del hombre: Orfea o el rescate de la utopía en el inframundo

A propósito de Orfea (Alexander Kluge y Khavn de la Cruz, 2020)

Bafici 2021

por Miguel Savransky

 

«Algunos dicen que el cine morirá (o que sobrevivirá en los museos y en los festivales internacionales). Lo considero un error. Pero es posible que en su renacimiento el cine adopte una forma que no reconozcamos a primera vista.

«No es que / yo esté muerto / Sólo cambio de lugar / Estoy en vuestras casas / Y recorro vuestros sueños.»”

Alexander Kluge, 120 historias del cine

 

“la lectura en voz alta es la más cinematográfica de todas las acciones”

Thom Andersen

 

En los primeros dos minutos de los créditos al comienzo de la película ya se condensa un conjunto de decisiones estéticas importantes. Se trata de una secuencia musicalizada con un teclado minimalista en la que los títulos se insertan a lo largo de una serie de transiciones y pasajes entre dibujos de trazo simple y geométrico de una elegancia un tanto clásica –en blanco sobre un fondo negro muy contrastado–, con motivos y escenas figurativas que encarnan algunos meandros  narrativos del mito en cuestión: la calavera, un coro de mujeres que se lamenta, la serpiente, la lira. Cuando aparece escrito en pantalla el nombre de la película, Orfea, el personaje femenino protagonista adquiere unas resonancias plásticas manifiestamente cubistas, algo que en términos de montaje tiene como correlato la explosión de la unidad orgánica clásica, la consiguiente fragmentación y un trabajo de entrecruzamiento de materiales heterogéneos en un ensayo audiovisual rizomático –sin estructura arborescente o jerárquica–, como si el mitema, al enlazarse con otros elementos, fuera arrastrado en un movimiento de dispersión del sentido y resignificación permanente.

            Kluge y Khavn toman el mito del mundo griego antiguo de Orfeo y Eurídice y lo emplazan en el mundo contemporáneo filipino efectuando en principio dos grandes desplazamientos: uno geopolítico que inscribe la narrativa en el orden tardo-capitalista global actual, con sus relaciones de dominación y conflictos político-económicos coloniales y post-coloniales, y otro ligado a la inversión de la identidad, las relaciones y los roles de género de la pareja mítica protagónica. Orfeo en la mitología griega es una figura fundamental de la música y la poesía. Su canto puede azuzar y templar el ánimo tanto de hombres como bestias y otros seres. Su amor incondicional ante la esposa muerta lo lleva al arrebato de cruzar los confines del Hades para buscar traerla de vuelta. Impericia, arrepentimiento, debilidad, temor, nihilismo; las razones de su fracaso no son unánimes. En cualquier caso, sientiéndose responsable por la pérdida ahora sí definitiva e irremediable, vaga como una figura melancólica errante sacudida por un destino trágico hasta ser devorado por las Bacantes (al menos en las versiones más extendidas del mito). Pero aquí la función simbólica de Orfeo se feminiza y deviene Orfea, la de Eurídice se masculiniza y deviene Euridiko. Orfea tiene un aire de diva maldita y explosiva, trajeada con una túnica blanca, una capa roja y una guitarra, un estilo a la vez clásico y ultra-moderno. Ahora se trata de una heroína, acaso como si a partir de la constatación del fracaso del proyecto moderno en la historia civilizatoria occidental bajo la tutela masculina, cupiera la posibilidad de pasar la posta de la perspectiva emancipatoria. ¿Cómo cuidar a los muertos? ¿Podrá Orfea vencer en su descenso al inframundo allí donde el varón no pudo hacerlo? ¿La mujer es el futuro del hombre?

            En un primer nivel de lectura se plantea la cuestión aludida directamente en el mito de los seres queridos muertos, pero este amor por los muertos se declina de varias maneras, articulándose en un sentido más general mediante una serie de desplazamientos metonímicos y el despliegue de todo un imaginerío vinculado con el otro mundo, los fantasmas, la resurrección, el pasado, así como las formas de conservación del pasado, la memoria, la escritura de la historia e incluso la voluntad política de rescatar “la utopía perdida en el inframundo”. En suma, una constelación de fragmentos, un tejido abigarrado que interroga en simultáneo –no cronológicamente– los estratos temporales heterogéneos de la antigüedad griega clásica y la Filipina tercermundista del capitalismo tardío, planteando problemáticas antiguas que se espejan en el mundo contemporáneo y viceversa.

 

            Obra realizada a cuatro manos en cooperación entre Kluge y el joven y prolífico director de video-arte filipino Khavn, dupla que había coolaborado previamente en el largometraje Happy Lamento (2018), en donde Khavn también participó en el guión y la dirección y estuvo a cargo de la composición musical. De hecho, son formalmente bastante distintas las “partes” dirigidas por cada uno, hay un contraste marcado entre ambas, así como también una dialéctica en la alternancia en el montaje. El legado ilustrado europeo del director alemán es relativamente sobrio, juega con el croma en el estudio (la actriz lee un texto mirando a cámara o canta acompañada al piano), las inscripciones en pantalla y el montaje de archivos. Por el contrario, el filipino filma mayormente en exteriores o espacios abiertos, con cámara en mano y un pulso nervioso, emplea una multiplicidad de soportes y formatos –imágenes en 360º, en blanco y negro, con ojo de pez, de baja resolución– y hace variar las perspectivas mediante cortes bruscos, planos breves y un montaje acelerado a un ritmo vertiginoso. También incorpora dibujos, textos en filipino caligrafiados a mano, abstracciones visuales y animación en stop-motion, integrándolos en una estética por momentos cercana al video-clip, que reivindica el uso de imágenes pobres y la exploración de cualquier tipo de recurso. Cierta urgencia y desprolijidad de la cámara en mano suscita en algunas secuencias un (falso) efecto “documental” de registro o detrás de escena de un evento artístico pre-existente. De hecho, hay una gran cantidad de pasajes musicales donde Orfea canta con grupos tocando en vivo en los que predomina un ambiente dionisíaco de transgresión, exceso, celebración ritual, experimentación, performance y contra-cultura: círculos de fuego, vestuarios excéntricos, colores chillones, personajes a veces grotescos o siniestros, cierta crudeza feísta, cuerpos sexualizados (disfrazados, desnudos, semi-desnudos), a veces envueltos en secuencias de seducción, persecución y acoso coreografiado, poniendo su capital erótico en juego en la noche de Manila y en la industria del espectáculo. En un gesto hasta cierto punto auto-paródico de ciertos tópicos del “Sudeste asiático”, la ciudad misma es filmada como una fantasmagoría tropical pesadillesca, un inframundo hiper-urbano sometido a la aceleración tecnológica y la polución ambiental desenfrenada, un sitio de despojos tercermundista que recicla y se reapropia de los residuos que deja a su paso la lógica de ganancia y auto-valoración del capital, expeliendo una energía agresiva y rabiosa.

 

Happy Lamento (Kluge y Khan de la Cruz, 2018)

 

           En cuanto a la estética del octogenario Kluge, ya estábamos acostumbrados a ver en sus programas televisivos textos escritos en pantalla con un enorme trabajo de diseño de distintas tipografías, formatos, colores y alineaciones –algo que remite a ciertas corrientes vanguardistas de principios del siglo XX que incursionaron en terrenos industriales como el diseño gráfico–. En algunas ocasiones incluso la pantalla se vuelve una superficie de palabras yuxtapuestas, una sopa de significantes: “luz –  sabueso del infierno – río de la muerte – música – amor – noche estrellada”. Kluge concibe a los libros como “mapas de experiencia humana”,[1] uno de los tesoros de la cultura más importantes y una vía privilegiada de conservación de la riqueza sensible e intelectual de las tradiciones pasadas, de modo que el texto es una pieza fundamental, una parte constitutiva de su cine, tanto el dicho como el escrito. A su vez, Kluge entiende y practica el cine como un arte impuro. Desde un punto de vista histórico, en los primeros decenios de su nacimiento técnico, social y estético, el cine resulta indisociable de los cruces con el teatro de feria, las máquinas de efectos ópticos, los títeres, la escena y la dramaturgia. Desde la segunda mitad de los años ’80, la trayectoria del cine de autor de Kluge entra en una nueva etapa al devenir televisión de autor, pero una televisión estéticamente radical que no renuncia en aras a una supuesta masividad del medio a un trabajo sobre la forma muy exigente y creativo. En definitiva, cine o TV –poco importa–, los artefactos audiovisuales de Kluge son museos imaginarios que rebosan de ideas y emociones, nos sacuden el cerebro y encuentran relevos en la literatura, la música, las entrevistas, el periodismo y el magazine cultural. Una pequeña parcela de contra-esfera pública que demanda ser cultivada.

            Hace ya mucho tiempo que Kluge trabaja con un pequeño set como estudio de filmación, un espacio completamente travestible que se borra a sí mismo a través del croma y se vuelve abstracto, una khôra o materia virtual que posibilita una puesta en escena modernista que incluye su auto-consciencia, exhibe la costura del trucaje y remarca su propia artificialidad: el cuadro dentro del cuadro, la aparición del micrófono en el campo visual, la fragmentación y la desnaturalización de los decorados (un aspecto ilusionista a lo Méliès en la composición jueguetona del espacio). En ese lugar irreal aparece repetidas veces la figura de Orfea –interpretada con una enorme entrega por Lilith Stangenberg– mirando frontalmente a cámara (y a los espectadores), con distintos vestuarios y máscaras carnavalescas, una dramaturgia de misterio y arcaísmo que se termina de componer con un juego de superposición de imágenes heteróclitas. En el primer plano filmado por Kluge de la película, Orfea aparece adelante y atrás vemos yuxtapuestas unas máquinas pesadas de una fábrica que trabajan con un material inflamable e incandescente, como una figuración relampagueante del inframundo fordista y disciplinario.

            En algunas ocasiones, en la misma posición frontal, Orfea mueve los labios al ritmo de un texto, pero percibimos que no hay co-pertenencia entre la voz que escuchamos y el cuerpo que vemos, la voz proviene inequívocamente de otra persona, del fuera de campo (en realidad se trata de un juego en el que ella simula ante cámara recitar el texto que Kluge lee sentado a su lado en el estudio, aunque a él no lo vemos nunca). En cierto momento, vemos el estudio, en un costado una cámara en un trípode, en el otro una puerta abierta, y en el centro una tela en la que el croma reúne en el espacio a un río que corre en time-lapse y a Orfea vestida de negro vomitando una calavera, que luego agarra y gira mirando hacia la cámara. Hay otra secuencia en la que se despliega el motivo de la serpiente, que en el mito muerde y mata a Eurídice: Orfea es superpuesta con el cadáver de una serpiente, la actriz habla de la metáfora de Bergman sobre el cine y el arte en general como la piel consumida de una serpiente –algo muerto–, pero copada por hormigas que la agitan y le infunden una suerte de fervor vital que la reviviría (esa otra faceta del cine de Kluge que es la entrevista, o mejor, el arte de la conversación), luego enumera los distintos tipos de mordedura de esos reptiles ofidios a la manera de la enciclopedia china borgeana –una clasificación científica dislocada, vuelta un dislate, desnaturalizada–, y prescribe, en una inflexión susurrada de la voz, una serie de cuidados a tener en cuenta para evitar ser alcanzada por su mordida, mientras al lado suyo vemos en el croma un plano detalle de un ejemplar de la especie que mueve su lengua, atemorizante. El retorno a la lectura de clásicos como Ovidio y Virgilio bascula en escenas que tienen a la vez algo inquietante y berreta, una gran inventiva dramatúrgica simple y mundana, con cierta urgencia, bajo presupuesto y pobreza de medios –un poco como el programa autóctono de culto televisivo Todox2$–, que no apunta al preciosismo visual ni le teme al ridículo, en una mezcla inestable de lo “alto” y lo “bajo”.

 

      Orphea

      El otro elemento clave en el mito es justamente la música, la conexión entre la música y la posibilidad de rescatar del mundo de los muertos aquello amado, una potencia melancólica de hospitalidad hacia lo fantasmagórico. Y la película tiene, por supuesto, mucha música, es prácticamente una ópera post-punk en la que la interpretación y ejecución musicales devienen en muchos de sus tramos la materia cinematográfica fundamental destinada a orquestar emociones. En los números musicales filmados por Kluge vemos y oímos a Lilith Stangenberg junto al piano de Sir Henry Tilman Wolf, con un repertorio amplio y variado pero sin dudas enraizado en una tradición más bien clásica y europea. Un baile de pies con unos zapatos muy elegantes filmado en un plano cerrado, primero superpuesto en el fondo con unos reflectores que remiten al espectáculo y la auto-consciencia del dispositivo, después con unos adoquines, y por último, con un especie de cementerio de celulares viejos; finalmente, un dibujo de unos zapatos y la leyenda: “zapatos de senderismo del inframundo”. Orfea tararea un tango acompañada al piano y atrás en el croma vemos un magnetófono con un vinilo corriendo y luego unos dinosaurios que dan vueltas como si estuviesen bailando. También asistimos al ensayo y la interpretación de un fragmento de Orfeo, la primera ópera de Monteverdi de 1607. Con la lira desafinada y una fogata encendida en el croma, Orfea grita y hace chirriar su instrumento: “lloro por otra persona / lloro por mí misma / lloro por diez centavos / lloro por los poetas”.

            Por su parte, Khavn compone la música de las escenas que filma, muchas de las cuales conllevan una dimensión de performance musical, no ajena a la reinvención del folclore local, pero con un deliberado eclecticismo que remite también a una escena post-punk atea, como aquella parte en que Orfea canta “¿Por qué Dios no me tira a la basura simplemente?”. En otra secuencia, escuchamos una armónica con un sonido singular y extraño, mientras vemos a un bailarín que ejecuta unos movimientos de Butoh –la danza de los muertos–, vestido con unos cuernos de plástico (que en realidad son unas sopapas con unas telas colgando) y unas ojotas en las orejas, una canción de lamento que trasunta un sentimiento hondo. En una secuencia en blanco y negro, Orfea viaja en una especie de barquito impulsado por un personaje filipino que rema como un sirviente del inframundo periférico del capitalismo tardío. Ella canta en inglés una canción desgarradora mientas atraviesan el Estigia (el río de la muerte). Hacia el final, hay un plano cenital que captura al propio cineasta Khavn tocando el piano y a la actriz Stangenberg cantando juntos en una sala llena de libros. Un momento espontáneo de celebración de la música y la emoción.

 

            En esta relectura femenina, Orfea es presentada como hija de Apolo y Nosferatu en una genealogía ficticia original y retrospectiva –aunque más no sea porque Nosferatu no era una figura del panteón griego–, que abre la cuestión del retorno de los muertos en clave fáustica, como pacto con el diablo para eludir la muerte, para conservar la vida del ser amado o ansia de inmortalidad, en consonancia con un tratamiento crítico del devenir de la racionalidad tecno-científica en la contemporaneidad. Una secuencia contiene un gran flujo de imaginería asociada al ámbito científico: referencias a  Silicon Valley, el desfile del lenguaje computacional de ceros y unos de la matrix, un dibujo dividido simétricamente en dos en la pantalla, de un lado un esqueleto con la guadaña, del otro una mujer estilo burgués europeo engalanada con una flor en la mano, y abajo un complejo cálculo matemático que reza: “fórmula para la vida eterna”. También visitamos este experimento frankensteniano de una racionalidad científica devenida monstruosa en “el taller de Orfea para revivir a los muertos”, mostrado como una carnicería un poco grotesca y ridícula, con pedazos de cuerpo humano, una cabeza de cerdo, un feto de barro y unas cubetas de sangre desperdigadas por ahí en modo gore. O nos topamos con la cabeza cortada y sangrante de Orfea, encerrada en un recipiente como en una conserva, pero  cantando.

 

            Por otro lado, está específicamente la cuestión de “la utopía perdida en el inframundo” con Orfea devenida una militar soviética en un salto temporal que supone un intento de diálogo con la tradición socialista, consciente, por supuesto, como buen hijo de la teoría crítica, del balance negro de los horrores del siglo XX, pero también de que la tarea emancipatoria consiste justamente en ir a rescatar la utopía que está perdida en el inframundo, precisamente allí donde la corriente secular de calamidades la arrastró. Si la película decide excavar arqueológicamente esta franja de la historia del siglo XX es de alguna manera para mantener viva una inquietud, de la misma manera que si vamos a buscar la utopía al pasado es fundamentalmente para transfigurar el presente, sonsacar una diferencia en el hoy a partir de la elaboración de ese pasado para afrontar el futuro de otra manera, algo que no implica ni subordinación hacia una autoridad pretérita ni fetichismo monumental de un tiempo pasado ni una memoria absoluta del universo. Al contrario, la película despliega una puesta en escena lúdica de la memoria, una mixtura de subjetividad-objetividad que asume brechtianamente la teatralidad del abordaje histórico y audiovisual. Orfea aparece vestida con un abrigo de piel ruso en medio de un paisaje nevado. Una música soviética tarareada y al piano es acompañada con iconografía de la época proyectada sobre una mampara. Otra canción soviética es introducida con un dibujo de Lenin gigante golpeando con el puño a una especie de dinosaurio o monstruo tipo King Kong. Orfea encarna a una ñoña de la revolución que sonríe con candidez y gracia, y ante una indicación levanta el puño en un gesto de orgullo y lucha terriblemente exagerado y ridículo.

Orphea

            Jean-Marie Straub filmó L’inconsolable (2011) de Pavese –que consiste justamente en un diálogo entre Orfeo y una Bacante– después de la muerte de la cineasta Danièle Huillet, su pareja de toda una vida. Aquí quizás lo inconsolable es esta melancolía de izquierda que centellea con fuerza en el episodio soviético, escindida entre un pasado (perdido) y el presente de la derrota histórica, pero apelando al anti-realismo del sentimiento para no asumir lo históricamente dado como necesario y movilizar las fuerzas de la imaginación que permiten reanudar la tirada de dados. La imposibilidad del duelo es lo que liga la memoria melancólica del pasado a la voluntad de transformación del presente, una actitud práctica de aprendizaje a partir de la historia de las luchas, que reconoce la riqueza de las elaboraciones teórico-prácticas para combatir la opresión que nos anteceden como otros tantos puntos de anclaje histórico para la problematización de los conflictos actuales. Un gesto de recuperación ilustrado, que propone retomar el proyecto inconcluso de la Modernidad y no renunciar a él; en todo caso, la racionalidad en su devenir histórico tiene que poder dialectizarse, criticarse a sí misma, ir en contra de sus derivas autoritarias y sus excesos de poder y reformularse mediante la insistencia de la pregunta por la utopía, o mejor, la heterotopía, la invención singular de otros derroteros posibles para el mundo contemporáneo.

 

L’inconsolable (Jean-Marie Straub, 2011)

            Hacia el tramo final de la película, hay una secuencia en la que se traza de algún modo un paralelismo entre la situación polaca de 1939 en que “ocurría una batalla sangrienta, muchos pueblos y ciudades fueron arrasados por completo”, y las oleadas masivas de inmigrantes ilegales que intentan llegar a Europa en el mundo contemporáneo, arrojados al mar en condiciones desesperantes de alto riesgo, muchas veces batallando entre la vida y la muerte, en la precariedad de una existencia que no importa al poder político. Una serie de carteles enciclopédico-históricos que narran los hechos trágicos que asediaron al pueblo polaco son montados en forma alternada con micro-percepciones de una belleza natural (una pequeña dosis de suspensión provisoria del imperativo del sentido). La violencia de estos acontecimientos queda totalmente fuera del campo visual, sólo accedemos a ella en forma indirecta a través de la mediación del relato escrito en pantalla. Luego vemos las famosas fotografías que recorrieron todo el mundo en 2015 de un niño sirio inmigrante muerto encontrado y registrado por la fotógrafa Nilufer Demir en las costas de Turquía (de todas maneras, las fotos tal como las vemos en la película han sido ligeramente alteradas e intervenidas). Una crítica de la película publicada en el sitio desistfilm condenaba de algún modo el uso de esas imágenes. Aquí se plantea una discusión interesante sobre la iconoclasia y el supuesto orden de lo irrepresentable. De hecho, en la película hay otras imágenes de muertos, las de al menos dos cuadros y una fotografía famosos que remiten a la Comuna de París. En contra quizás de una lectura errada de Daney, habría que insistir en que no necesariamente la imagen de la muerte es abyecta, en todo caso, no hay ninguna interdicción fundamental, todo depende del cómo, de la “gramática”, o mejor, de qué tratamiento va a tener tal o cual elemento en el reparto de lo sensible que la película habilita. El gesto aquí es señalar la barbarie recurrente en una crítica política al orden civilizatorio, donde la exhibición de la víctima no pretende desatar una estimulación mórbida sino que constituye en sí mismo un hecho luctuoso. Acto seguido vemos los corchetes y puntos suspensivos rojos que indican el visor de la cámara y aparecen en pantalla en el inicio de la grabación, en una relación de equivalencia con la perspectiva de un arma que apunta y dispara a distancia, cuestionando justamente el punto de vista de una posible mirada sobre acontecimientos intolerables.

 

 

    La inscripción “El orgullo de Occidente termina en fronteras amuralladas” da inicio a una secuencia de montaje blando de tres pantallas en simultáneo, en donde el cine sale fuera del cine –en algo que podría ser perfectamente una instalación–: en una pantalla vemos rejas y carteles con indicaciones catastrales, una señalización de las distintas fronteras húngaras a lo largo del siglo XX (en la que percibimos de inmediato su carácter abstracto y arbitrario), singularidades que escapan a toda topología antropológica; en otra pantalla vemos escenas documentales del sufrimiento humano de los inmigrantes viajando hacinados en los barcos o transportados y conducidos por las fuerzas de seguridad a campamentos de exclusión y encierro; y en la tercera pantalla vemos tecnologías de guerra (un tanque), de vigilancia y de control digital (cámaras, dispositivos biométricos de tracking y reconocimiento de la identidad). Leemos: “Eneas, fundador de Roma, huye de Troya, sobre sus espaldas: su padre.”. El mito de origen de Roma, capital clave para la civilización de Occidente, tiene como trasfondo la huida y el exilio, la alteridad del extranjero como constitutiva de una identidad colectiva por venir. Del retorno a ese acontecimiento “fundacional” podemos extraer algunas indicaciones apremiantes sobre cómo incrementar las vías de protesta contra la biopolítica racista, xenófoba y securitista de atrincheramiento y cierre de las fronteras europeas, responsable de esta silenciosa masacre contemporánea inscripta en una coyuntura histórica de la gubernamentalidad en la que cada vez cobra mayor peso el componente del “dejar morir”. El inframundo no es algo que vendrá, es esto que llegamos a ser y de lo que hay que salir como de un laberinto.

[1]    Kluge, A. El contexto de un jardín. Discursos sobre las artes, la esfera pública y la tarea de autor. Buenos Aires: Caja Negra, 2014, p.25.

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