(La cámara opaca, Emiliano Jelicié, ed.)
por David Oubiña
I. Hay un único chiste bueno en la película de Woody Allen Hollywood Ending. Allí, Val Waxman, un director de cine (interpretado, por supuesto, por el propio Allen), queda momentáneamente ciego en las vísperas de un rodaje, pero tiene que disimular porque, si los productores se dieran cuenta, cancelarían el proyecto. De modo que Waxman filma toda la película sin ver nada. Como era de esperarse el resultado es desastroso, las críticas son pésimas y el director parece encaminarse hacia a la ruina de su carrera. Pero de pronto –como un deus ex machina– el representante de Waxman trae la noticia milagrosa: los franceses han visto su película y afirman que es el mejor film americano de los últimos cincuenta años. Waxman, entonces, exclama aliviado: “Gracias a dios que existen los franceses”.
Es un irónico final feliz, porque gracias a ese malentendido las cosas recuperan la armonía perdida. En ese mismo sentido, se podría decir que toda la saga crítica de Cahiers du cinéma durante los años ‘50 fue una especie de happy ending para el cine clásico, donde ese equívoco conocido como la política de los autores sería un corolario previsto, desde siempre, por los estudios de Hollywood. Es que, efectivamente, fueron los críticos franceses quienes valoraron como grandes artistas a muchos directores americanos que, hasta entonces, no habían sido considerados más que como esmerados artesanos. Frente a la tradición crítica de los Estados Unidos (pragmática, conductista, apegada a las evidencias), la hermenéutica francesa parece más arbitraria, más paranoica, más propensa a los excesos, a la sobreinterpretación o al delirio interpretativo. Pero, justamente, de eso se trata: si Cahiers du cinéma funda la crítica moderna es porque advierte que siempre es necesario leer mal para leer bien.
Esa lectura desviada ve el sentido del film en su forma antes que en el contenido manifiesto de su trama. Si en la década de 1950, el fanatismo de la mise en scène sostiene esa apuesta idólatra que es la política de los autores, a lo largo de la década siguiente ciertos usos de Brecht funcionarán como un salvoconducto para abandonar las ideas románticas sobre la autoría. Brecht y su efecto de distanciamiento, que resultarán cruciales en el proceso de politización de la revista hacia finales de los ‘60, comienzan a socavar tempranamente los fundamentos de un análisis formal que pretenda colocarse al margen de la ideología.
II. El deslumbrante libro de Emiliano Jelicié, La cámara opaca. Mayo francés: el debate cine e ideología, reconstruye las múltiples vicisitudes de esa controversia ideológica que crece en el surco abierto por Mayo de 1968 cuando, además de Cahiers, entran a escena la revista Cinéthique y La Nouvelle Critique.
El período breve e intenso que retrata este libro va de 1969 a 1971. Son los años –dirá luego Serge Daney– en que se produce un giro violento desde las proposiciones sobre la autoría hacia los problemas sobre la representación, todo lo cual supone abandonar la vieja cinefilia y, bajo la influencia de la revista Tel Quel, entregarse a la “aplicación salvaje” de las teorías de Althusser y de Lacan al análisis cinematográfico. Una de las claves de acceso a las polémicas que ocupan este momento es –tal como afirma Jelicié– “la del carácter ideológico del cine, o más específicamente, la del cine como dispositivo ideológico” (p. 7). Mientras que, para el idealismo cinematográfico, la imagen era un reflejo fiel de lo real (ya sea el modo sincrético del realismo clásico o el modo esencialista del neorrealismo), para los teóricos del dispositivo la imagen está sobredeterminada por la ideología. Si ella testimonia sobre algo no es porque sea un reflejo de lo real sino porque expone una forma históricamente determinada de representar el mundo que es la perspectiva burguesa.
Jean Louis Baudry muestra cómo el sujeto que observa aparece colocado en el centro de la representación y en tanto que origen del sentido de aquello que se representa. De esa manera, “la visión monocular de la cámara se basa en el principio de un punto fijo en función del cual se organizan los objetos vistos, y en contrapartida ella determina la posición de sujeto, el lugar mismo que él debe ocupar necesariamente”. Hasta ese momento, la particularidad del cine radicaba en su capacidad icónica (sobre la que se sostenía el carácter analógico) y en su capacidad indicial (puesto el mundo imprimía directamente en la película). Toda la teorización baziniana se apoyaba sobre estos aspectos. Si Eisenstein, el gran proscripto de los años ‘50, regresa al primer plano de la reflexión es porque su relación con las imágenes nunca es inocente y, por lo tanto, deviene política. Sus escritos y sus films ponen de manifiesto que el supuesto realismo de la imagen cinematográfica no es más que una operación destinada a naturalizar la cosmovisión burguesa como si se tratara de una teleología subyacente a la historia occidental. Por lo tanto, aun cuando la celebración del montaje eisensteiniano a fines de los ‘60 no implica una recuperación acrítica, encuentra allí un punto de partida para pensar de qué manera el dispositivo cinematográfico está comprometido con una cierta visión del mundo (la visión de clase que lo inventó, en el momento en que lo inventó).
A partir de Lacan y Althusser, tanto Baudry como Fargier o Pleynet piensan el cine como un dispositivo donde se cruzan las características propias de la imagen y las condiciones psíquicas de su recepción: el ilusionismo y la identificación. Y puesto que el dispositivo regula las relaciones del espectador con las imágenes dentro de un cierto contexto simbólico, ya no se trata de la pregunta sobre “¿qué es el cine?” sino, más bien, “¿cómo funciona el cine?” Se trata, entonces, se someter el sistema de representación a una deconstrucción crítica. Pero es, justamente, alrededor de este concepto que surgen varias de las diferencias entre Cinéthique y Cahiers. Mientras que, para ésta, habría distintos grados de actividad crítica (incluso en films de Ford o de Sternberg producidos dentro del esquema hollywoodense), para aquella, sólo el cuestionamiento completo de los presupuestos ideológicos del dispositivo abriría el camino para un cine auténticamente revolucionario. En contra de lo que afirma Cinéthique, Cahiers sostiene que “un producto artístico no se vincula a su contexto histórico según una causalidad expresiva, lineal y directa (a menos que se quiera caer en un determinismo histórico reduccionista), sino que establece una relación compleja, mediada y descentrada con ese contexto que debe ser rigurosamente especificado (y ésa es la razón por la cual resulta simplista desdeñar el cine ‘clásico’ de Hollywood bajo el pretexto de que, como es parte del sistema capitalista, sólo puede reflejarlo)”.
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