La fiesta militante

A propósito de Las hijas del fuego, de Albertina Carri
[Bafici 2018]

por Gabriel Giorgi

¿Puede el cine recordarnos que podemos ser felices? Sí, puede. Tiene un poder específico para tal fin: el del modelar afectos contagiosos, táctiles, impersonales e íntimos a la vez. Tal poder afectivo del cine es, sabemos, el de la imagen, más que el de la narrativa. Y ese poder afectivo de las imágenes es un poder que el porno activa especialmente: la capacidad de tocar, de frotar, de hacer que la imagen se vuelva fricción y contagio en el cuerpo de lxs espectadorxs.

Las hijas del fuego, la película de Albertina Carri de 2018, pone ese poder a funcionar en direcciones nuevas, inéditas en el cine y en la cultura argentina. Hace del porno una herramienta para construir sensibilidades, anudando afectos y energías políticas. Recupera al porno como lugar de enunciación feminista, y a la vez hace de la fiesta – de la fiesta sexual, de las muchas en el goce– una imagen militante. Una fiesta militante para un presente de austeridad milica.

1.

Una directora de cine llega a Usuahia, a la tierra del fuego. Se encuentra con una amante. Cojen. Suman una tercera; después de una pelea con machos terminan las tres en la cama. Roban una camioneta: empieza un road movie en el que van a ir sumando chicas al viaje y a la fiesta. Chicas, a su vez, viajeras: que hacen dedo, que recorren el país en bicicleta. Algo inseparable, aquí, entre viaje y placer sexual: las viajeras, más que recorrer el territorio, lo ocupan y lo apropian con esa suerte de libido nómade, y hacen que el paisaje se agencie –al menos tal la declaración, deliberadamente programática, de la narradora, cuya voz en off es central– en esa trama. En ese cruce entre cuerpo y territorio, tramado bajo la luz del porno, se diagrama la ocupación. Tierra e hijas del fuego: la tierra es de las hijas.

Dos operaciones, entonces, entre la tierra y las hijas. Ocupar, por un lado, el territorio con el viaje, desde el extremo sur. Y, a la vez, situar a las “hijas” en un tiempo nuevo y en una historia y unos linajes que no son nuevos pero que aquí salen a la superficie y producen imagen colectiva –o, como dirá la narradora, “pueblo.” Ahí se lee el anudamiento entre una voz y un régimen de imágenes. Ese es el terreno al que nos arroja Las hijas del fuego, ese el mundo que traza y en el que nos sitúa.

2.

Linajes y pueblos. La película de Carri arranca, desde el título, con una marcación generacional. Son “hijas”, las hijas de las generaciones feministas –el film hace una mención explícita en el comienzo: las científicas que se fueron a Usuahia en los 60’s– pero también las hijas de los procesos de politización que vienen desde las décadas más recientes: son las hijas de la imaginación democrática hecha de las mareas que puntuaron la región. Pero se trata una generación desviada: acá no hay generación patriarcal, familiarista, porque lo que se desplaza –y en ello se juega el gesto rabioso de este film–, desde el arranque y de maneras bastante explícitas, es la herencia como monopolio del patriarcado, de su familia heteronormada, de su nombre y de su ley. Acá hay otros linajes, otras secuencias y otras temporalidades que pueden emerger allí donde se suspende el mandato de la herencia patriarcal –que es el de la maternidad, en estas hijas que hacen eco con las protagonistas de las luchas en torno al aborto– y donde aparece otra figura que el film llamará contagio:

“¿Es el inicio de una nueva era? ¿El nacimiento de una nación?” –se pregunta la narradora– “¿O la idea de nación será demasiado patriarcal? Se va formando un pueblo que busca una historia de contagio y no de herencia.”

¿Como narrar ese contagio como historia, como conjugador de temporalidades colectivas?[1] La respuesta: a través del porno. El porno como circulación abierta, como tráfico del deseo, como procedimiento para darle forma al “contagio”, a una energía colectiva, que se denomina “pueblo.”

 

Pueblo por venir: hay una secuencia generacional nítida, y desde ese lugar marca un nuevo tiempo, la señal de apertura de otra historia común. Las hijas del fuego (como, de maneras y en registros muy diferentes, Oración, de María Moreno) quiere construir ese lugar donde las hijas modelan los tiempos de lo colectivo: los cuerpos, las voces, las subjetividades y las historias colectivas. Un linaje es eso: no la perpetuación de un nombre, sino el tramado de una continuidad, de una historia común, de los desvíos y secuencias en los que se tejen las temporalidades compartibles. Y estas hijas vienen a armar un linaje que activa pasados de culturas y de luchas, que mantuvo vivos a cuerpos, a historias y a sentidos. Las hijas vienen a reclamarlo y a narrarlo: para eso tienen que trazar un nuevo lugar de enunciación. El cine aparece como un lugar privilegiado para ese fin, justamente porque puede trazar el espacio de articulación entre esos dos planos que son las palabras –la voz, la escritura y la lectura, la literatura– y las imágenes, que acá operan en esa luz porno sobre los cuerpos y sus modos de atravesar y de hacer territorio.

El título de la película es el de un texto de Gerard de Nerval: la memoria de la insurrección romántica, que también fue una insurrección de lo femenino y que llega a la Argentina del XXI. Estas hijas son lectoras: en una de las primeras escenas vemos a una de las viajeras leyendo a Nerval. Pero sobre todo, la narradora, en voz en off, puntúa el film con textos de mucha densidad reflexiva, no sólo sobre el proceso de producción de la película –situando algunas de sus apuestas más nítidas– sino trabajando la lengua en la que se narra. Es una voz literaria, no porque estetice el lenguaje sino porque piensa la lengua allí donde ésta necesita ser reorganizada: es una narradora que piensa y disputa las palabras (“contagio”, “pueblo”, “tierra”) y que puntúa y enmarca la recepción de las imágenes sexuales (es, digamos, una sexualidad que piensa en el goce: en palabras y en imágenes).

“El problema”, dice la narradora al comienzo del film, “no es el de la representación de los cuerpos. El problema es cómo esos cuerpos se vuelven territorio y paisaje frente a la cámara”. Y más tarde: “vamos cerrando sobre ese cuerpo buscando un hálito final que siempre tendrá algo de la primer bocanada seca: un aire en común que nos hace pueblo.”

Un aire en común que viene de la tierra y circula entre los cuerpos, como si la sexualidad activara esa energía y el cine la registrara, para desde ahí hacernos “pueblo” (escúchese el eco romántico, nítido). Pero claro, ¿qué pueblo? ¿De qué está hecho este pueblo? Ese “aire en común”, ese “hálito” aquí es el de las acabadas, los orgasmos seguidos de una risa que resuena en toda la película. En todo caso, una tarea y un programa: el de configurar los sentidos y las texturas de “pueblo”, “común”, y evidentemente “nación”, a contrapelo de las imágenes y las palabras del “Pueblo” del siglo XX, de sus sueños, sus restos.

3.

Aires jacobinos. Ocupar el territorio, reclamar la tierra, ésa es la tarea de estas viajeras. Arrancan desde el extremo sur y suben: por una patria nunca más irreconocible, una patria que estos cuerpos se sacan de encima como una cáscara vieja, no por ello menos violenta. Hay un episodio que es, creo, decisivo en este punto.

Hacia la mitad del viaje –en el que, recordemos, se está haciendo una película–, la comunidad móvil encuentra otra misión: ir a un pueblo llamado Rey Muerto para, justamente, “matar al rey”. Esto es: a expulsar al marido golpeador de una amiga, victimizada al punto de que no puede irse y tampoco consigue sacarse de encima al marido abusador. La amiga sometida y la comunidad sorora vuelta comando justiciero: para expulsar al Macho.

El gesto de llamar “Rey Muerto” al pueblo patagónico donde tiene lugar esta secuencia es una cita evidente: al primer corto de Lucrecia Martel, llamado del mismo modo, de 1995, y que cuenta la historia de una mujer que huye junto a sus hijxs de su marido hiperviolento para terminar expulsándolo del pueblo. El corto termina con el padre al que dejan ciego (su mirada, pues, ya no rige las imágenes) y desterrado. Y con la pregunta de –justamente– la hija: “¿Volverá?”, yuxtapuesta a la imagen del nombre del pueblo, “Rey Muerto” (“Que vuelva si quiere”, responde desafiante la madre.)

Las hijas… repite la historia, reinscribiéndola desde las justicieras lésbicas: las viajeras le dan dinero para que el abusador se vaya, y dicen tener el poder para que no vuelva. El eco entre los dos films arma una secuencia de historia colectiva, social y cultural: el de una politización que se juega en esa micro-revolución permanente que Martel llamó, eficazmente, “rey muerto” y que aquí se reconoce como genealogía. Esa historia –insisto: colectiva, de tramas de lo social– se cuenta en y desde el cine, desde su archivo y su memoria. Carri hace de la tradición y del archivo del cine –prácticas que definen su trabajo– el marco en el que se narra la historia colectiva a partir de miradas de mujeres.

Porque la misión aquí es clara: matar al rey que ya está muerto; hacer que el rey (fuera de su tiempo, vestigio violento) se dé cuenta de que está muerto. Que se entere lo que ya sabe: que lleva su caída inscripta en su nombre, como una promesa o una profecía que se cumple exactamente en el instante capturado por el cine. Si el patriarcado no sabe que sus días están contados (y lo sabe: por eso castiga y mata), la película de Carri le pone la cuenta regresiva de una historia que desde el cine se dispara en un nuevo tiempo.

“Rey muerto” es una cartografía además de una historia: el primero, el de Martel, en Salta; el segundo, de Carri, en el sur. Una diagonal que recorre la nación: “Rey muerto” se vuelve así un modo de nombrar la nación fundada en la violencia patriarcal en el momento histórico en que esa violencia ya no puede naturalizarse nunca más. Matar al rey como programa para el presente de esta nación fundada, como tantas otras, por los padres violentos: Las hijas del fuego trabaja las coordenadas de esa máquina narrativa, que una especie de línea de choque (pero también de salida) para un presente donde los padres quieren retornar en el paroxismo de su violencia.

En un film brasilero, también del 2018, titulado Sol Alegría, de Tavinho Teixeira, una saga porno y nómade comparable a Las hijas… –en este caso, un comando guerrillero queer que incluye a monjas traficantes y a Ney Matogrosso vuelto poeta–, arranca con el asesinato de otro “rey”: un pastor evangélico que tomó el poder en Brasil. Lo mata una mujer: la historia, estamos viendo, empieza ahí.

4.

Público/porno. El porno es aquí, sin duda, una pedagogía de los placeres lésbicos, tan restringidos en los modos de visibilidad pública, un placer que prolifera, que se vuelve máquina. La película calienta erotizando cuerpos muy diversos, erotizando la variación misma de cuerpos –pieles, texturas, volúmenes– y una mirada inmersiva, que se frota con ellos, en su goce pero también en su intimidad. Encadenamiento, ensamblaje: ahí es donde lo femenino y lo lésbico desmontan –en la línea del postporno– las operaciones formales del porno mainstream.

Pero creo que acá el porno se vuelve también herramienta de una intervención más vasta. Las hijas del fuego hace que la calentura no sea nunca privada, es decir, que sea segregada de lo público, de lo colectivo, de la vida compartible. No puede haber privacidad allí donde el porno hace mundo, parece decir la película. Hay, sin duda, intimidad, pero no espacio privado: el porno traza aquí continuidades –de afecto, sexuales, eróticas– entre lo íntimo y lo público; esa es su política.[2] Aquí se coje dentro y fuera del dormitorio, en el campo, en las iglesias, en las montañas. Y se viaja cojiendo. Los territorios se habitan con cuerpos sexualizados. El porno como hecho público: ahí se ponen a circular afectos, deseos, lazos a los que vuelve compartibles.[3]

Las hijas del fuego quizá sea, en este sentido, el film que le termine de dar las credenciales de legitimidad al porno como género cultural en Argentina. Si es así, ello no significa una canonización del porno a costa de sus poderes transgresivos sino más bien otra cosa, más interesante y menos previsible: la disputa, la tensión, el desgranamiento y rearmado de eso que llamamos “lo público”, terreno sobre el que la pornografía siempre fue un mecanismo regulador severo y sistemático. Apropiar el porno (o mejor: extraer las posibilidades que lo habitan), volverlo instancia de enunciación colectiva tiene que ver con una disputa sobre las matrices formales de la pornografía mainstream pero tiene que ver, sobre todo, con los modos en que construimos, tensamos y ponemos en juego el tramado entre lo íntimo y lo público. Ahí se juega una pedagogía sensible: lo que el porno sabe es mucho y es importante, dicen las hijas.

5.

El cine es una fiesta: al cine argentino (y a la cultura argentina en general) le costó enfiestarse. Todo goce fue castigado con creces, cualquier placer se vuelve deuda y servidumbre futura. La nuestra es una cultura de la deuda: incluso en nuestros textos más arriesgados y provocadores, todo polvo se paga –con el cuerpo, con la vida, con un testimonio para el relato–. Acá no: acá terminamos en una fiesta, en una larga escena y en el polvo incesante de una de las protagonistas. En el viaje, en un desvío –no se llega a destino–, llegamos, sí, a casa: “esta es su casa”, dice la bella Sofía Gala, anfitriona. Y la casa es la fiesta. Esa fiesta de mujeres, la fiesta en femenino, es una forma que el arte le da a la política como cifra de futuro en el presente de la restauración conservadora. A la austeridad como norma –que siempre viene con su exceso: el de la violencia represiva– que nos quiere hacer creer que “la fiesta se acabó”, las hijas le contestan con la fiesta como multiplicación y contagio. Y allí el cine le da forma a la posibilidad de un nosotrxs cuyas fricciones y fuegos resuenan más allá de la pantalla, en un tiempo que Las hijas del fuego arrojan en el “aquí y ahora.”

 


[1] Significativamente, el viaje se organiza para buscar la herencia de un padre que una de las protagonistas reclama: el Torino que la madre quiere vender y que ella quiere salvar. Pero entonces ahí también hay lugar para el padre, pero es el padre que ama a su auto, que lo “cura”, el circuito de afecto que la hija apropia y reconoce como propio.

[2] Paul B. Preciado habla de la función reguladora de la pornografía sobre el espacio público: hay espacio público, dice, allí donde la pornografía, sus cuerpos y miradas sexualizadas son segregados, ocultados, restringidos. Se institucionaliza la pornografía para poder evacuar eso del espacio público y contenerlo en la esfera de lo privatizado. Por eso mismo, allí reside la capacidad de contestación del porno: la de poner en juego las fronteras de lo público, de reinventar su composición, sus energías y su naturaleza. Ver Preciado, Paul B., “Museo, basura urbana y pornografía”.

[3] Y, al mismo tiempo reinventa los públicos del cine, su composición pero también la naturaleza de lo que pasa entre la pantalla y los cuerpos: ver porno con amigxs, con conocidxs y desconocidxs, fuera de los circuitos habituales de la pornografía, sea el vestigio resistente del cine porno, o la computadora o el celular como territorios privatizados.

 

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