por Eduardo Russo
Enfrentarse al listado de la obra de Harun Farocki (1944-2014) deja una impresión extraña a cualquiera que recuerde el modo en que lo designó Thomas Elsaesser, uno de los críticos más atentos y cercanos a su itinerario, al considerarlo “el más conocido de los cineastas desconocidos”.1 Si bien es cierto que algunos de sus films más influyentes estaban disponibles en espacios delimitados (cinematecas, festivales y circuitos alternativos) esa reputación recóndita se construyó a la par de una insólita abundancia en sus realizaciones. Más de 100 títulos componen ese listado de obras producidas desde 1966, solo o en colaboración. Pero en ese centenar, casi un tercio de las realizaciones, durante un período abierto desde 1995 y continuado hasta el final de su carrera, intercalado con films y videos para proyección o emisión convencional en sala o pantalla electrónica, fueron videoinstalaciones. Puede advertirse que Farocki no solamente pertenece al creciente conjunto de cineastas contemporáneos cuya producción ha incursionado en el campo de las instalaciones, que para otros ha sido más bien una serie de incursiones intermitentes, sino que ha convertido esta práctica durante las dos últimas décadas en un territorio privilegiado, tanto de su obra artística como de su actividad crítica, dimensiones que de acuerdo a su poética eran las dos caras de un mismo trabajo.
Sin duda el desplazamiento sistemático de Farocki a las instalaciones, en tiempos del centenario de la invención Lumière, fue un movimiento radical, decisivo y cultivado con constancia. No implicó el abandono de un terreno por otro, ya que también siguió realizando sus ensayos cinematográficos para proyección o emisión en situaciones convencionales, con espectadores sentados frente a una sola pantalla. Pero este pasaje no solamente le permitió una notable amplificación en sus condiciones de acceso al público, sino que también hizo posible relocalizar sus intervenciones y enfrentar con nuevas disponibilidades la tarea a la que estaba abocado, esto es, una crítica integral de la relación entre visión, subjetividad, conocimiento, control y poder, a partir del cine como ejercicio de interrogación continua, a través de una mirada escrutadora del mundo de las imágenes técnicas, de su poder formativo y también destructivo.
Sobre esta expansión de Farocki a las instalaciones a partir de Intersección (Schnittstelle, 1995), él mismo frecuentemente señalaba que simplemente era que no había tenido otra opción.2 De algún modo le gustaba pensarse a sí mismo como un cineasta desplazado, que en el territorio de las galerías y museos lo seguía siendo, para relanzar su trabajo desde otra posición. Fue una decisión estratégica, que en algunas ocasiones precisaba jocosamente como determinada por la decisión a la que lo había llevado el trabajoso estreno en sala de Videogramas de una revolución (Videogramme einer Revolution, 1992), codirigida con el rumano Andrei Ujica. Al primer día de funciones, recordaba Farocki, habían ido dos personas. Al segundo día, la taquilla computaba sólo una. Así que no le quedaba más que pensar en hacer videoinstalaciones. Acaso los números reales de aquel frustrante estreno no habrán sido tan desoladores como el risueño cómputo que repetía hasta el final de su carrera, pero en una explicación sencilla, había algo en su incursión en las videoinstalaciones que se fundaba en ese movimiento en busca del espectador perdido. Sin descartar ese fundamento y que el ejercicio tuvo su provecho, dado que las videoinstalaciones de Farocki, ya al inicio del nuevo siglo, contaban con cada vez mayor número de seguidores (y además le permitían volver a proyectar sus exigentes films en nuevos contextos exhibitivos, ahora en otras salas, si bien alternativas, bien pobladas), había también otras cuestiones de fondo.
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