por Jens Andermann
El año podría ser 1978 aunque no es así como se mide el tiempo en los sueños y en la memoria. Ni tampoco es como lo recordarían los hombres y mujeres, en caso de que hubiesen sobrevivido ese día fatal. Quizás, para ellos hubiese sido la vez que llegaban (o tal vez volvían) al arroyo, unos armando las taperas y otras encendiendo el fogón con las brasas mientras descansaban los niños y jugaban con los monos y los chanchos antes de tirarse al agua. Sabemos, eso sí, como lo está recordando el cazador que, mientras tanto, se aparta del grupo y se adentra en el bosque con sus lanzas en busca de caza: es él quien está soñando, el mismo a quien, momentos antes, habíamos visto, envejecido, reuniendo hojas de palmera para hacer su lecho y descansar. Lo sabemos porque, en el sueño, es el que llega hasta el fin del mundo, ahí donde el bosque es bruscamente cortado por las rieles del tren en cuya orilla opuesta ya empieza el pastizal, la tierra de los ganaderos. Y es de ahí donde han salido quienes, en ese momento del sueño, se vuelven a abalanzar sobre la comunidad en un holocausto de balas, kerosén y fuego, dejando atrás, cuando al fin Carapiru alcanza nuevamente a los suyos (así es su nombre, nos enteraremos más adelante), solo un niño recién nacido que morirá poco después. En cambio, Carapiru sobrevive, en el sentido más literal y cruel de la palabra: convirtiéndose en una vida sobrante tras el fin del mundo. Esa sobrevida, o vida-resto, que llevará Carapiru de ahí en adelante hasta que, diez años más tarde –aunque, de nuevo, esa tal vez no sea la medida que corresponde– lo vuelve a “encontrar” la FUNAI, dos mil kilómetros más al sur, y eventualmente la película de Andrea Tonacci, que nos cuenta su historia; esa vida, es una vida inmunda. No, claro está, por la decadencia física o falta de aseo del personaje –nada más lejos de ello– sino porque ese persistir transcurre fuera del mundo, ahí donde “el mundo” ya solo mantiene su condición de tal de un modo espectral, desfasado –como propone Serras da Desordem (Brasil, 2006), el film de Tonacci–, a través de un complejo trabajo de edición que incluye sobreimpresiones, deslices mínimos en tiempo y espacio, y vaivenes constantes entre el color y el blanco y negro.
Jean-François Lyotard, en un libro titulado Lo inhumano, reflexiona sobre el modo en que el mundo, captado en su entereza por la forma paisaje (esto es, por un régimen escópico y a la vez una administración biopolítica de lo viviente), se fuga no solo hacia el horizonte como límite constitutivo de su campo de inmanencia sino, dice Lyotard, también hacia su propia abismación, allí donde “vislumbramos un destello de lo inhumano y/o del inmundo [l’immonde]”.2 Quiero pensar ese inmundo que yace más allá del paisaje como zona de la ficción en el presente. O mejor dicho: es a través del inmundo que, hoy día, el presente se vuelve ficción. La ficción del presente consiste en imaginar el inmundo.
Y digo ‘el’ y no ‘lo’ inmundo porque, como vimos, de lo que se trata ya no es solo la vieja cuestión de un sagrado impuro, de lo abyecto o de zonas de excepción –de un obsceno que no obstante recién permite la ‘escenificación’ desde su propia exterioridad–. Inmundo no refiere aquí a los elementos que sostienen al orden moral a través de dinámicas del asco y del tabú, tal y como los han conceptualizado las antropologías de lo simbólico de Mary Douglas o de René Girard. ‘El’ inmundo surge, en cambio, del agotamiento de las oposiciones fundantes de estas teorizaciones y de los órdenes significantes en los cuales indagaban. Es el umbral de sobrevida tras el “fin del mundo”: acontecimiento que, de acuerdo con el filósofo Timothy Morton, en una suerte de venganza tardía de la expansión extractivo-capitalista, habría terminado replegándose hoy sobre el propio (logo)centro y barrido con sus distinciones entre forma y materia, figura y fondo, bíos y zoé.
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