(La larga noche de Francisco Sanctis, Andrea Testa, Franciso Márquez; Hijos nuestros, Juan Fernández Gebauer, Nicolás Suarez)
por Román Setton
I. Las reacciones a las bravuconadas recientes de Gustavo Cordera pusieron en claro, de manera drástica, que la opinión pública argentina ya no está dispuesta a considerar con simpatía o benevolencia los códigos misóginos y fascistas de la violencia barrial o pseudobarrial de la muchachada –roquera o no roquera– masculina argentina. La presencia del fútbol en el cine argentino ha estado ligada históricamente a estos códigos barriales de violencia y misoginia diversamente ostensibles. En los comienzos de nuestro cine nacional, esta representación coincidía en parte con fenómenos existentes fuera del cine y en parte funcionaba como apología de esos códigos, por medio del encubrimiento de esa violencia bajo una configuración simpática de esos “muchachos de barrio”. De esta manera, contribuyó a formar un imaginario de la “sana”, “productiva” virilidad barrial, condescendiente con esa violencia que, por decirlo de algún modo, podía deducirse de manera analítica de esa “sanidad” y esa “virilidad”, en contraste con las formas “afeminadas”, “degeneradas”, que muy rara vez aparecían como productos barriales, y muchas en cambio como fenómenos usuales en las clases altas improductivas (tal como sucede por ejemplo en Juan sin ropa, en Puente Alsina o en La rubia del camino) o en los personajes vinculados con el centro de la ciudad (por ejemplo en Perdón, viejita o en La chica de la calle Florida).
En el comienzo de Hijos nuestros, de Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez, se escucha una charla en la radio sobre un episodio de la vida de Diego Maradona. La anécdota forma parte de esta tradición de humor fascista que supo cultivar el fútbol y también la cinematografía vinculada con ese deporte y su consideración desde una perspectiva costumbrista. En general, o al menos en muchos casos, el fútbol fue abordado desde una doble y complementaria perspectiva: a partir de la representación de la gesta épica social, en que un grupo encarna los sueños de algún tipo de sujeto colectivo, y, a la vez, a partir del intento de promover la identificación de ese sujeto colectivo con un nosotros totalizador de la argentinidad, que sometía al disidente al desprecio y a la exclusión. El punto más alto de esta tradición es sin dudas La fiesta de todos con el discurso final de Félix Luna que afirma que nunca se ha visto, en toda la historia, una fiesta tal como la del mundial de 1978, en que todos, sin excepciones, participaran de la celebración popular.
Estas multitudes delirantes, limpias, unánimes es lo más parecido que he visto en mi vida a un pueblo maduro, realizado, vibrando con un sentimiento común, sin que nadie se sienta derrotado o marginado, y tal vez por primera vez en este país, sin que la alegría de algunos, signifique la tristeza de otros. Esta fue nuestra fiesta, nuestra mejor fiesta, porque fue la fiesta de todos.
Aquí primó, obviamente, la voluntad de crear una imagen de un nosotros intuitivo, sin fisuras, en que se aunaran todos los argentinos de buena voluntad, el crisol de razas pero ahora bajo el signo futbolístico de la patria –algo que ya estaba en El cañonero de Giles (1937), de Manuel Romero, y también en Pelota de trapo, y que luego reaparecerá en El camino de San Diego (2006), de Carlos Sorin–. De manera programática y artificial, se invisibilizaban, como es obvio, las disputas políticas e ideológicas que llevaron a las luchas armadas de los años setentas. Pero más allá de que la contracarta más obvia y nefasta de ese “todos” era en este caso la negación de los perseguidos, asesinados y desaparecidos por la última dictadura militar argentina, la propia idea expresada por el historiador consuena con una estigmatización clásica de nuestro cine, que ha perseguido alegremente a aquellos que no compartían los códigos barriales masculinos –no solamente los futbolísticos–. Y esta persecución se ha llevado a cabo en muchas ocasiones de manera humorística. En el caso de La fiesta de todos, el humorista Calabró encarna en su célebre personaje de “el Contra” a todos aquellos que, durante los años de hierro de la dictadura, no participaban de esa pasión o ese entusiasmo hasta la locura por el seleccionado nacional. Asimismo, esta representación se complementa en el film con aquella que se hace de las mujeres y los homosexuales, escarnecidos por su ignorancia futbolística y sus errores respecto de las reglas del deporte o los nombres de los jugadores –además de las mujeres, un personaje estereotipado de peluquero afeminado es en la película el blanco más claro de esas burlas–.
Esta matriz contrastiva de valoración ya estaba en los comienzos del cine sonoro argentino. En Los tres berretines (1933), la axiología futbolera distingue entre las mujeres de la familia y Pocholo (interpretado por Homero Cárpena), por un lado, y los hijos varones afectos a los berretines del fútbol y del tango, por el otro. Pocholo, personaje afeminado y adicto al cine, participa junto con las mujeres del único berretín improductivo, en que los sujetos aficionados solamente consumen de manera pasiva y como gasto las aventuras y vivencias de otros –gastos financiados por el padre de familia–. En contraposición con el berretín afeminado y femenino del cine, los hijos que tienen el fútbol y el tango como afición terminan por transformarse en sujetos populares y económicamente exitosos, gracias a los logros en la cancha y en la radio. De este modo, ambos se transforman en la voz y el deseo encarnado de un colectivo que se identifica con el berretín respectivo, convertido ahora en trabajo productivo y vehículo de movilidad social.1 El padre de los hijos, en cambio, encarna al trabajador corriente signado por el esfuerzo, que ha perdido vigencia y cuya virilidad queda cuestionada por la comicidad de la interpretación actoral. Esta misma idea está presente en El crack (1960), de Martínez Suarez, en la satirización del comerciante gallego en la figura de Don Paco (padre de Osvaldo, el jugador de fútbol). En El hincha (1951), de Manuel Romero, en Pelota de trapo (1948), de Leopoldo Torres Ríos, hay un complemento perfecto entre los códigos y ritos futbolísticos masculinos, que relegan o excluyen a las mujeres, y la postergación del deseo femenino (de casarse, ya sea con el hincha en El hincha o con el crack en El crack).
[Disponible completo en la versión en papel.]
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