Conversación con Anahí Berneri, Santiago García y Pablo Pérez.
El problema del cine de las minorías parece no ser otro que el de las minorías mismas. ¿A qué debe apostar políticamente un cine de minorías? ¿A destacar la diferencia o borrarla? La frase que John Waters hizo famosa: “de diez cosas que soy, gay no es la primera”, todavía sirve para discutir qué es un cine de minorías, cuando por éstas se entiende principalmente a las minorías sexuales y cuando las minorías sexuales se han normalizado para la mirada pública, más que nada en los medios de comunicación. Si las historias protagonizadas por personajes de gays, lesbianas, travestis y transexuales logran que el espectador se identifique con ellos del mismo modo que si fueran heterosexuales, ¿significa eso un triunfo o un fracaso de la militancia de género? Mónica Santino, en Lesbianas de Buenos Aires (2004, Santiago García) –una ex militante por los derechos homosexuales en los años ochenta–, no cree, por ejemplo, que haya que filmar documentales con historias de mujeres que aman mujeres. En este punto, el documental de García llega precisamente cuando la militancia, al menos en palabras de su principal testimoniante, ha dado por concluida su tarea. En la contemporaneidad, las minorías parecen más bien apostar a la integración social, a la normalización de la diferencia, al ingreso en el mundo de la ley, cuando en los años de militancia la propia opción sexual era un modo de oponerse a la perpetuación de la sociedad en todos los sentidos posibles, allí donde la liberación sexual era a la vez parte de un proceso político y social emancipatorio. En cada una de las mujeres a las que les da la palabra, Lesbianas de Buenos Aires registra, aun cuando no se propuso documentarlo, ese cambio contemporáneo en la historia de las minorías.
Un año sin amor (2005, de Anahí Berneri), en cierto modo, narra en el plano de la intimidad ese pasaje de la diferencia sexual al mundo de una total privacidad. Como en el documental de García, la mirada es voyeurística y a la vez empática, aunque en éste hay una exterioridad objetiva, que en Berneri está en fusión con la mirada de Pablo Pérez (su protagonista, homónimo del autor de la novela y del guión) sobre su propia historia. Pero, a diferencia de la novela, la película consigue, por su notable puesta en escena de una época pasada, aunque muy reciente, narrar el momento en que los sujetos (del género) se repliegan en los espacios exclusivos destinados a las prácticas sexuales, en las cofradías privadas de los devotos del sadomasoquismo, en los recorridos solitarios en busca del encuentro sexual, en una ciudad que en el film no guarda, deliberadamente, rastros de lo público.
Anahí Berneri, Santiago García y Pablo Pérez discuten aquí estas cuestiones e, incluso, el problema de los modelos narrativos para relatar la diferencia sexual. Con total conciencia de ello, García trabaja el mundo de las lesbianas desde el modelo del western norteamericano y del melodrama del cine argentino de los treinta, como si filmar la diferencia de género (sexual) no pudiese evitar recurrir a los géneros (cinematográficos), cuyos imaginarios sin embargo la negaron. Berneri, en la estela del nuevo cine, se distancia de los géneros (y sobre todo del cine argentino), y filma pues la sexualidad, como los nuevos cineastas, con sus ejemplos inmediatos, Picado fino, de Esteban Sapir, y Buffalo 66, de Vincent Gallo. Pablo Pérez, por el contrario, escribe literatura como si empezara todo desde cero, con el gesto de quien funda relatos que la tradición literaria argentina desconocía. Sobre estos temas, la conversación que sigue.
[Disponible completo en la versión en papel.]
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