por Maximiliano Gonnet
Guy Debord, Contra el cine. Obras cinematográficas completas (1952-1978)
Buenos Aires, Caja Negra, 2019.
I
Tal vez no sea desacertado decir que todavía está por descubrirse el verdadero lugar que a la práctica cinematográfica de Guy Debord le corresponde al interior no solo de la historia del cine, sino también, de un modo más general, del complejo y accidentado devenir de las relaciones entre arte, teoría y política en el siglo xx. Lo cual no implica reclamar o “urbanizar” en términos disciplinares una obra que a todas luces desarregla las especializaciones que nos hemos acostumbrado a tomar por dadas, incluso a pesar nuestro, sino más bien el intento de comprender en toda su potencia y actualidad un proyecto teórico-artístico que precisamente hace de cada una de las separaciones el motivo principal de su crítica. No obstante, podríamos decir que las películas que Debord dirigió o, mejor dicho, “realizó” –para usar un vocabulario caro al lenguaje hegeliano-vanguardista que el situacionismo hizo suyo al momento de analizar la significación y la legitimidad de la producción artística, en cualquiera de sus formas– ocupan un lugar hasta cierto punto extraterritorial, en un doble registro: por un lado, en el contexto de las reconstrucciones canónicas más o menos progresivas del cine “moderno” como depositario de una imagen que en determinado estadio de su evolución se vuelve reflexivamente sobre su propia constitución, sus condiciones de posibilidad, su historia y la Historia, ampliando o interrumpiendo así los márgenes y el campo de acción de lo que hasta ese momento –digamos, siguiendo a Deleuze, hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial– había llegado a ser considerado como el esquema de representación “clásico” y el régimen de conexiones que la imagen cinematográfica debía establecer entre contenido y forma, entre lo mostrado y su narración, entre la imagen y el sentido.
Por otro lado, la figura del Debord “cineasta” resulta también extraterritorial en el marco de algunos célebres balances que ante todo señalan los callejones sin salida –teóricos, sociológicos, metodológicos y, no en última instancia, históricos– que estarían testimoniados mejor que en ningún otro lugar en la propia estructura aparentemente paradojal, aporética, que se da entre un tratamiento de las imágenes en el cine y una concepción unilateral de “la” imagen –en singular y como un todo–, en el sentido de un veredicto irrevocable que ya estaría decidido de antemano por otros medios y que, en consecuencia, ninguna experimentación, por más radical que se pretenda, alcanzaría a desmentir o a fisurar, sino que, en el mejor de los casos, solo podría ilustrar. Nos referimos, desde luego, a los diagnósticos de la “imagen intolerable” que Jacques Rancière despliega en El espectador emancipado, al inscribir a Debord –más precisamente, al film La sociedad del espectáculo de 1973, basado en el libro homónimo de 1967, omitiendo el resto de la producción debordiana, excepto por una breve mención, no casual, de Aullidos en favor de Sade, el primer y único film propiamente letrista que Debord realizara en 1952– en una estrategia de “montaje político de las imágenes” que reproduciría las viejas malas alternativas activo-pasivo, verdad-mentira, acción viva-alienación, realidad-apariencia, etc., a los efectos solo de culpabilizar al espectador y revelarle en negativo, “embrutecedoramente”, aquello que él solo puede “contemplar”, esa vida de la que nunca podrá “participar”. Citamos in extenso el siguiente pasaje, que resume esta crítica a la tesis y a las imágenes del espectáculo tal como, según Rancière, las habría presentado Debord:
Esa realidad del espectáculo como inversión de la vida, su film [La sociedad del espectáculo] la mostraba encarnada igualmente en toda imagen: las de los gobernantes –capitalistas o comunistas– tanto como las de las estrellas de cine, los modelos de moda y de publicidad, las jóvenes actrices en las playas de Cannes o los consumidores ordinarios de mercancías y de imágenes. Todas esas imágenes eran equivalentes, decían en forma pareja la misma realidad intolerable: la de nuestra vida separada de nosotros mismos, transformada por la máquina espectacular en imágenes muertas, frente a nosotros, contra nosotros. Así, en adelante parecía imposible conferir a cualquier imagen que fuese el poder de mostrar lo intolerable y de llevarnos a luchar contra ello. Parecía que lo único por hacer era oponer a la pasividad de la imagen, a la propia vida alienada, la acción viva. Pero para eso, ¿no era preciso suprimir las imágenes, hundir la pantalla en la negrura a fin de llamar a la acción, la única capaz de oponerse a la mentira del espectáculo?[1]
En el deslizamiento desde lo intolerable en la imagen hacia lo intolerable de la imagen, Rancière ve finalmente solo una igualación regresiva de la multiplicidad de imágenes que pueblan nuestra contemporaneidad y, peor aún, una jerarquización de la voz y la palabra como instancia soberana en la que se podría todavía inscribir una crítica de la imagen no afectada por el mal del espectáculo. En este sentido, la idea misma de “espectáculo” que estaría por detrás del tratamiento y el veredicto debordiano ha suscitado similares malentendidos a los que ha dado lugar su par frankfurtiano de “industria cultural”, lo cual, creemos, resulta sintomático: sobre el telón de fondo de una crítica civilizatoria de hondo alcance, ambos conceptos se propondrían finalmente como instancias de salvación o producción de una negatividad capaz de tramitar las falsas identificaciones y reconciliaciones que se dan en el seno de una relación social mediada por el intercambio equivalencial de imágenes y bienes culturales en forma de mercancías.
La sociedad del espectáculo (G. Debord, 1973)
Incluso Martin Jay, uno de los principales exégetas de la Teoría Crítica y el marxismo occidental, ha sentado las bases para reconocer esta posible filiación entre las estrategias del cine de Debord y las de la Escuela de Frankfurt, solo para terminar validando el tipo de impugnaciones que desde Francia se dirigieron contra los situacionistas (en este caso, las esgrimidas por Philippe Lacoue-Labarthe en La ficción de lo político). Aunque Jay aclara, en su libro Ojos abatidos, que “Debord se cuidaba de no demonizar la visión en cuanto tal, sino el modo en que operaba en la sociedad occidental”, termina afirmando que
resulta fácil discernir en sus análisis muchos motivos familiares del discurso antiocular: el contraste entre la experiencia vivida, temporalmente significativa, la inmediatez del discurso y la participación colectiva, por una parte, y las imágenes espacializadas, “muertas”, el efecto distanciador de la mirada y la pasividad de la contemplación individual, por otra. Pese a todas las esperanzas depositadas por los situacionistas en la fiesta o en la existencia no alienada, su implacable hostilidad hacia los placeres visuales del presente indicaba que había en ellos algo de la sospecha ascética suscitada por la “lujuria de los ojos”. Cuando Debord insistía en que “la revolución no ‘muestra’ la vida a la gente: hace que la gente viva”, sus palabras tenían resonancias del severo mandato rousseauniano que forzaba a la gente a ser libre obligándola a cerrar los ojos a la ilusión, tanto si quería como si no.[2]
Por lo tanto, aun desde matrices distintas y con propósitos que no son exactamente los mismos –en el caso de Rancière, restituir la posibilidad de un espectador emancipado luego de su maltrato por parte de un cierto “arte político” que lo relega al lugar de la complicidad, la ceguera o la indefensión; en el caso de Jay, reconstruir la historia francesa del desencuentro entre el órgano de la visión y las tareas de la crítica–, el suelo común de los balances de ambos autores parece ser señalar el punto muerto al que conduce la “inversión de la inversión” operada por Debord en lo que podríamos llamar su cine “a pesar de(l) todo”, parafraseando la conocida fórmula de Georges Didi-Huberman. En un movimiento que podríamos considerar análogo a la crítica de Habermas a la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, lo que según estas dos valoraciones parece diluirse es el fundamento mismo que haría posible dirigir una crítica no totalizadora, esto es, no separada, de esa totalidad social que, como buen lector de Marx y del Lukács de Historia y conciencia de clase, Debord no dejará de reconocer como el horizonte último de la praxis revolucionaria, artística no menos que teórica. Dicho de otra manera, la inversión del espectáculo estaría condenada de antemano desde el momento en que descansaría en el presupuesto metafísico de una férrea contraposición entre “vida” y “representación”, entre el “ensueño rousseauniano de apropiación” y la distancia espectacular de las imágenes.
No es que algunas de las formulaciones más pesimistas de Debord no dejaran lugar a una interpretación de este tipo: “Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación”; “El espectáculo es, en general, como inversión concreta de la vida, el movimiento autónomo de lo no viviente”, según afirman las dos primeras tesis de La sociedad del espectáculo. El problema radica, por tanto, en la posibilidad o no de dar cuenta de eso no viviente que se ha vuelto autónomo, es decir, enfrentado a una parte de lo que el espectador aliena de sí mismo –de su existencia y de sus deseos– en la contemplación del espectáculo. La petitio principii, si se quiere, no es tanto que eso no-alienado haya existido en algún tiempo y lugar que sería deseable recuperar o recrear, sino más bien la de que si se lo sustrae en cuanto polo dialéctico o punto de fuga que tensiona la producción y circulación de las imágenes bajo el régimen espectacular de lo visible, entonces se pierde la perspectiva de eso que Debord y los situacionistas intentaron conceptualizar como un “empleo del tiempo” otro, un “uso” distinto o lo que Bataille denominaba una “economía general” de la vida. Una primera constatación que se desprende ya desde la lectura del primer capítulo de La Sociedad del espectáculo (“La separación consumada”) es la de que a las sutilezas metafísicas de la mercancía y su fetichismo coagulado en imágenes en el capitalismo avanzado le ha de responder un análisis lo suficientemente dialéctico como para interrumpir lo que, siguiendo a Benjamin, podríamos llamar el continuum homogéneo, es decir, espectacular, de la historia y abrirla a la “construcción de situaciones”, a la experiencia de una temporalidad no-idéntica, inintercambiable. Esta tarea negativa, pero “desde dentro” queda establecida como una especie de método en el parágrafo 11 de este primer capítulo de SdE:
Para describir el espectáculo, su formación, sus funciones y las fuerzas que tienden a su disolución, es necesario distinguir artificialmente elementos que son inseparables. Al analizar el espectáculo se habla, en cierta medida, el mismo lenguaje de lo espectacular, en cuanto nos movemos sobre el terreno metodológico de esta sociedad que se expresa en el espectáculo. Este, sin embargo, no es otra cosa que el sentido de la práctica total de una formación económico-social, su empleo del tiempo. Es el momento histórico que nos contiene.[3]
Todo se resuelve entonces en cómo entender este “momento histórico que nos contiene”, y en cómo dinamizar esa “tendencia” de las fuerzas que han de servir a la descomposición del espectáculo, sin ceder a la alternativa adialéctica entre ocularcentrismo e iconoclastia, entre la integración y la cancelación de la imagen. El cine, en este sentido, será para Debord el terreno privilegiado para una incesante negociación con las posibilidades de la imagen dentro de un contexto que la confina a su enmudecimiento. “Anti-cine”, “contra-cine”, “cine no-espectacular”, o la radicalización del potencial sensible, imaginal, técnico y estético contenido en el propio medio y lenguaje cinematográfico son otras tantas formas de decir que las imágenes no son reductibles al espectáculo, o que, aun en su dimensión espectacular, las imágenes no simplemente se acumulan y se intercambian, sino que también pueden ser una inscripción del tiempo histórico, un desencadenante de la conciencia “verdadera” del tiempo:
El tiempo es la alienación necesaria, como señalaba Hegel; es el medio en que el sujeto se realiza perdiéndose a sí mismo, se convierte en otro para llegar a ser la verdad de sí mismo. Pero su contrario es precisamente la alienación dominante, sufrida por el productor de un presente extraño. En esta alienación espacial, la sociedad que separa de raíz al sujeto de la actividad que ella le roba, lo separa, antes que nada, de su propio tiempo. La alienación social superable es justamente la que ha prohibido y petrificado las posibilidades y los riesgos de la alienación viviente en el tiempo.[4]
La sociedad del espectáculo
II
En un texto que sirvió de prólogo al libro Contre le cinema (1964), en el que se recogían los guiones de las tres primeras películas de Guy Debord –Aullidos en favor de Sade (1952), Sobre el paso de unas pocas personas a través de un corto periodo de tiempo (1959) y Crítica de la separación (1961)–, Asger Jorn se encargaba de presentar la ya para entonces enigmática y elusiva figura de Debord, reclamando para ella la actualización crítica del viejo problema del “maldito”.[5] Esta estrategia era todo menos ingenua, pues desde hacía ya un tiempo “decretar la maldición” se había convertido en una de las piezas fundamentales de esa sociedad del espectáculo cuyos engranajes Debord analizaría solo unos años más tarde –en el libro tanto como en la subsiguiente película–. En efecto, la obra de Debord parecía revelarse, irónicamente, como presa fácil tanto para quienes no la entendían y simplemente la valorizaban por su incomprensibilidad, como para aquellos que simpatizaban con los gestos aparentemente más radicales del arte moderno y de una “modernidad” cinematográfica cada vez más “oficial”. En uno y otro caso, la recepción del “cine” debordiano estaba condenada a oscilar entre el malentendido y la celebración autoindulgente, los dos extremos en los que, por lo demás, se trasunta una actitud general de conformismo y aceptación del orden existente. Frente a esto, se trataba para Jorn de dejar sentadas las coordenadas dentro de las cuales experimentar los proyectiles audiovisuales ideados por Debord: las de una “perspectiva de cambio general que va mucho más allá del mundo del cine”, las de un “cine maldito”, si se quiere, pero en el sentido activo de un cine que maldice solo porque tiene presente “algo mejor con lo que se compara aquello que se rechaza”.[6] Esto que se rechaza no es simplemente un tipo de cine, un cine espectacular o el cine entendido como espectáculo, sino también –como apuntamos más arriba– un régimen de acumulación de imágenes y una “relación social entre personas, mediatizada a través de imágenes”.[7]
Deberíamos tener presente esta temprana caracterización de Debord –hecha además por uno de sus mejores amigos y colaboradores– a la hora de volver a ver hoy sus films y, con ello, aproximarnos al legado teórico y táctico de su obra. La editorial Caja Negra ha realizado un trabajo invaluable en este sentido, poniendo a disposición por primera vez en castellano la integridad de los guiones de las seis películas que Debord escribió y realizó entre 1952 y 1978, desde su fase letrista hasta su periodo post-situacionista. Para ello ha elegido, significativamente, el título de “Contra el cine”, en un intento –presumimos– de reponer el carácter intempestivo del gesto con que Debord interviniera (en) su tiempo histórico, el tiempo de lo “espectacular difuso”[8] que, por cierto, sigue siendo el nuestro. La edición se completa con fotogramas de las sucesivas películas, las fichas técnicas y notas de presentación escritas por el propio realizador para cada una de ellas y una exhaustiva cronología elaborada por Manuel Asín en la que se cubren los aspectos decisivos de la vida y obra de Debord desde el punto de vista de su producción cinematográfica.
De la introducción a esta cronología quisiéramos retener aquí el énfasis en ese “se disant cinéaste” (“dice ser cineasta”) que Debord esgrimiera insistentemente al momento de referirse a sí mismo y al elemento nuclear en torno al cual habría que entender su trabajo. Los comentadores coinciden en reconocer que Debord fue, ante todo y en sus propias palabras, “cineasta”, en el sentido de que a ninguna otra tarea dedicó más esfuerzos que al intento de plasmar en términos audiovisuales el conjunto de problemas estéticos, filosóficos y políticos que su praxis le sugería. En el centro de su obra se encuentran sus películas, que no son la mera ilustración de sus escritos teóricos, sino más bien la forma material y sensible de elaboraciones teóricas que de otro modo habrían de permanecer como meras especulaciones abstractas. Más allá del tipo de artefactos que creamos que sus films son, y de cuán indisociables sean de su “teoría” –o en especial por ello–, es evidente que en más de un sentido Debord consideraba que era precisamente en el ámbito del cine donde se tenía que decidir en última instancia la crítica de la sociedad del espectáculo. Esta centralidad atribuida al cine resulta tanto más llamativa si tenemos en cuenta dos factores: por un lado, el hecho externo y hasta cierto punto accidental de que la fortuna de Debord en los debates contemporáneos, como vimos, está casi inevitablemente ligada a su libro La sociedad del espectáculo (con independencia de cómo se lo lea o de la mayor o menor agudeza invertida en esclarecer el sentido de sus tesis);[9] por otro lado, el elemento inmanente a una filmografía que desde su comienzo mismo, en Aullidos en favor de Sade, había declarado –o, al menos, una de cuyas voces en off, presumiblemente la de la autoconciencia, había declarado–, en tono de sentencia, que “no hay film. El cine ha muerto. Ya no puede haber films. Si ustedes quieren, pasemos al debate”.[10]
En este último sentido, el cine parecía quedar fuera de esa suerte de división del trabajo según la cual la “ciencia de las situaciones” –luego teorizada por la Internacional Situacionista en términos de “construcción”–[11] se imponía como la principal tarea de la creación artística. Tal tarea suponía ver en el cine un catalizador de aquello que había que destruir –“una organización de la existencia”, junto con “todas las formas de lenguaje que pertenecen a esta organización”, citando a una de las voces que se escuchan en Sobre el pasaje de algunas personas…–[12], pero a la vez un potencial agente para “registrar” y “difundir” aquello que había que construir –parafraseando ahora el “Informe para la construcción de situaciones”–. El dictum de la “muerte” del cine tenía que ser leído, y la pantalla en negro vista, por tanto, dialécticamente. Como sostiene Levin, lo que estaba en cuestión no era el cine “en cuanto tal”, sino más bien una serie de prácticas históricamente específicas que clausuraban la posibilidad de una actividad cinematográfica alternativa, incompatible con la economía del espectáculo.[13] Esta aproximación alternativa implicaba dos cosas: por un lado, un trabajo con o sobre las imágenes de la sociedad que llevaba al extremo la estrategia situacionista del détournement (el “desvío” o la tergiversación de fuentes impresas, noticias de archivo, films paradigmáticos de la historia del cine, fotos personales, citas de autores clásicos, secuencias filmadas por el propio Debord) como mecanismo de parasitación de cada una de las convenciones cinematográficas (transparencia, referencialidad, representación, continuidad, sutura, registro documental, etc.); por otro lado, una puesta en escena y una pregunta cada vez más radicalizada por las condiciones de recepción y el público de cine, hasta llegar a esa imagen inmóvil de la audiencia de las salas de cine que en sus dos películas de larga duración –La sociedad del espectáculo (1973) e In girum imus nocte et consumimur igni (1978)– recurrentemente se nos devuelve en abismo para dar lugar al principal efecto buscado de reconocimiento-extrañamiento por parte del espectador.
In girum imus nocte et consumimur igni (G. Debord, 1978)
De manera que, más allá de cómo reconstruyamos las sucesivas fases del Situacionismo y las relaciones de Debord con el movimiento del cual fuera el principal impulsor y animador durante sus doce años de existencia,[14] podríamos decir que el cine representó desde la concepción misma de dicho movimiento uno de los más fecundos lugares para pensar en y contra el espectáculo.[15] Esto quedó plasmado no solo en las películas que Debord filmó –películas que, por lo demás, renegaban de ser consideradas como “cine situacionista”– sino también en una reflexión teórica que daba cuenta de un profundo conocimiento del medio cinematográfico. En este sentido, el primer número de la revista de la Internacional Situacionista (1958) incluía, junto con artículos sobre la “amarga victoria del surrealismo”, la revolución cultural, el nuevo urbanismo, el juego y la construcción de situaciones, un texto seminal que llevaba por título “Con y contra el cine”. Lo que se presentaba en este breve manifiesto no era sino una dialéctica del cine como medio técnico que constituye, tanto en sus elementos expresivos o formales como en su infraestructura material, el “arte central de nuestra sociedad”. Paralelamente a su función de reforzamiento del espectáculo sin participación, de “sustituto pasivo de la actividad artística unitaria” que sirve al aumento del control por parte de la clase dominante, se vislumbraba también la importancia del cine como la puesta en práctica de “medios de influencia superiores” que han de ser reapropiados para la descomposición del orden existente y la consiguiente construcción de situaciones. “Podemos considerar dos posibles utilizaciones distintas del cine: en primer lugar, su uso como forma de propaganda en el período de transición pre-situacionista; después su empleo directo como elemento constitutivo de una situación realizada”.[16]
Este planteo en cuanto al “uso” del cine seguía los lineamientos establecidos por Debord en el mencionado “Informe” de 1957, en donde reclamaba “una nueva aplicación de las técnicas de reproducción” que fuera a la par de la creación de situaciones. En este contexto, el cine debía ser instrumentalizado en virtud de su capacidad de registro de eso que los situacionistas construían por otros medios, y cuya evolución seguiría luego también por otros medios, dando lugar a la “realización” de un nuevo sentimiento, una nueva sensibilidad en la que se aboliría finalmente toda separación entre un “público” no interviniente y unos “actores” que viven la situación de un modo u otro mostrada:
La situación se hace para ser vivida por sus constructores. El papel del ‘público’, que, si no pasivo, solo es de figurante, ha de disminuir siempre, a medida que aumente la parte de aquellos que no pueden ser llamados actores sino, en un sentido nuevo de este término, vividores (…). La construcción sistemática de situaciones debe producir sentimientos antes inexistentes. El cine encontrará su gran función pedagógica en la difusión de estas nuevas pasiones.
Si bien esta función “pedagógica” apuntaría a resaltar los aspectos activos, la identificación del sujeto y el objeto de la situación y, por lo tanto, la borradura de la distancia voyeurista y pasiva, parece mantenerse intacto el lenguaje con que se elige mostrarlos, el cual todavía conservaría los códigos y convenciones del documental. Sin embargo, apenas un año después, en el referido “Con y contra el cine”, el propio cine es valorado como agente activo en la constitución de eso que se muestra, de manera que la “forma” ya no ha de permanecer ajena al “contenido” sino que, por el contrario, supone una reflexión sobre sus propios mecanismos de re-presentación y, con ello, interviene decisivamente en la “actividad artística unitaria que ahora resulta posible”. En otros términos, subvertir la “importancia positiva del arte cinematográfico en la sociedad moderna” implica acelerar la llegada de los síntomas del arte moderno (descomposición, fragmentación, discontinuidad) al cine, para lo cual se requiere no tanto, o no solamente de la “difusión de nuevas pasiones”, sino también de la experimentación con los usos cinematográficos de estas pasiones, o una inervación con su técnica a tal punto que ya no quede de ella ninguno de los rasgos que anteriormente la determinaban. Solo mediante esta operación se podría invertir la tendencia del cine a la “anti-construcción de situaciones”.
De esta inversión participan tanto los “aspectos progresivos del cine industrial” como la evolución orgánica hacia la descomposición por parte del cine moderno. A pesar de sus numerosas diatribas en contra de algunas manifestaciones de lo que consideraba la pseudomernidad del “cine de autor”, empezando por la denominada nouvelle vague de Godard[17] y compañía, en la revista del situacionismo quedaba todavía lugar para el análisis de ciertos casos de modernidad cinematográfica en los que el cine se ponía al día, por así decir, con el “movimiento de autodestrucción que domina todo el arte moderno”. Así, por ejemplo, en el número 3 de la revista, publicado en diciembre de 1959 –cuyas notas editoriales llevan por título, significativamente, “El sentido de la descomposición del arte”–, se dedican unos párrafos a Hiroshima mon amour de Alain Resnais. En “El cine después de Alain Resnais” se acentúan aquellas innovaciones formales que inscriben a la película en una línea de “experiencias que han permanecido hasta ahora al margen del cine” –entre ellas, los filmes letristas Tratado de baba y eternidad de Isidore Isou, El anticoncepto de Gil Wolman y, cabe suponer, Aullidos en favor de Sade de Debord, todas de principios de la década del ’50–. La principal de estas innovaciones es la preeminencia y la autonomía otorgada al sonido, entendido en el sentido de una importancia de la palabra recitada en detrimento de los gestos de los personajes filmados. Este procedimiento, que el propio Debord no dejará de explotar en sus películas posteriores, es valorado no tanto como un fin en sí mismo o un gesto de complicidad con respecto a las dislocaciones temporales ya realizadas por la literatura de la mano de Faulkner, Joyce o Proust, sino más bien en la medida en que habla de los “aspectos destructivos” de una descomposición irreversible. “El tiempo de Hiroshima, la confusión de Hiroshima, no son un añadido literario al cine, sino la continuación en el cine de todo el movimiento que ha llevado a la escritura, y sobre todo a la poesía, hacia su disolución”. En lo que parece delinearse como una filosofía de la historia del arte moderno, la importancia objetiva de la película de Resnais radica en que pone en evidencia la “aparición de la fase crítica interna” ahora también en el cine, que se vuelve sobre sí para cuestionarse, disolverse a sí mismo, esto es, disolver ante todo la primacía de la imagen y la ilusión de transparencia o inmediatez:
El más simple acceso del cine a la libre expresión se sitúa ya en la perspectiva de la demolición de ese medio. En el momento en que el cine se enriquece con los poderes del arte moderno, se une a la crisis global de este. Este paso adelante acerca al cine a su muerte al mismo tiempo que a su libertad: a la prueba de su insuficiencia.
El sentido de la evolución del arte en la sociedad del espectáculo, y del cine en tanto que juez y parte de ella, no reside en la búsqueda de un lenguaje propio o en la consagración de valores expresivos caducos, sino en su testimoniar la “quiebra general de la expresión”, o lo que el viejo Kracauer, casi medio siglo antes y en el contexto igualmente convulsionado de la República de Weimar, habría llamado la “pura exterioridad”.[18] Un testimonio y un diagnóstico que no carecen de la prognosis y los rasgos utópicos que las mejores estéticas materialistas del siglo XX nos han sabido legar. Citamos una vez más el final de este pequeño texto sobre Resnais:
El cine, que virtualmente tiene más poder que las artes tradicionales, está cargado con demasiadas cadenas económicas y morales para que pueda ser libre alguna vez en las condiciones sociales actuales. De manera que el proceso al cine estará siempre en recurso. Y cuando la previsible inversión de las condiciones sociales y culturales permita un cine libre, se habrán introducido necesariamente muchos otros campos de acción. Es probable que entonces la libertad del cine sea ampliamente superada y olvidada en el desarrollo general de un mundo en el que el espectáculo ya no dominará. El rasgo fundamental del espectáculo moderno es la puesta en escena de su propia ruina.
Quizá lo más importante de esta inversión, parece señalar Debord, no sea la introducción de imágenes nuevas, sino el desvío o la tergiversación de las imágenes ya existentes, no solo de las imágenes “vivas” del pasado sino también de las imágenes “muertas” del presente. La evolución de la filmografía de Debord da cuenta, si se quiere, del progresivo abandono del interés por retratar esa “microsociedad provisoria”[19] y los personajes que marcaron sus aventuras letristas y situacionistas en pos de una apertura cada vez más irrestricta hacia el “gran afuera”, irreconciliado e irreconciliable, del espectáculo. Si Sobre el pasaje de algunas personas a través de un breve periodo de tiempo (1959) y Crítica de la separación (1961) están marcados todavía por el registro hasta cierto punto nostálgico del tiempo pasado de una comunidad en acto, en sus dos films de madurez, sobre todo en In girum… (1978), el tono elegíaco es desplazado por el de una táctica y una negatividad todavía más rigurosa, dentro de la cual ya no hay lugar para ninguna imagen “positiva”, ni siquiera la de la negatividad en acto.
El anticoncepto (Gil Wolman, 1952)
La ruina del espectáculo significaría también, seguramente, la muerte del cine. Pero si, de acuerdo con lo anterior, al cine le pertenece la muerte por derecho propio, el paso irreversible del tiempo tal como lo evocan las imágenes del flujo del río que aparecen una y otra vez en In girum, entonces ya no hay ningún fin que lamentar sino solo, como indica la leyenda con la que paradójicamente termina esta misma película, una necesidad de “retomar desde el comienzo”.[20]
[Anticipo Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, 16. «América Latina»]
[1] Jacques Rancière, El espectador emancipado, Buenos Aires, Manantial, 2010, pp. 87-88 (Los subrayados son nuestros).
[2] Martin Jay, Ojos abatidos. La denigración de la visión en el pensamiento francés del siglo XX, Madrid, Akal, 2007, p. 324.
[3] Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Buenos Aires, La marca, 2012, p. 34.
[4] Ibid., p. 124.
[5] Asger Jorn, “Guy Debord y el problema del maldito”, incluido como apéndice en Tim Clarke et.al., La revolución del arte moderno y el moderno arte de la revolución. Sección inglesa de la internacional situacionista (1967), Logroño, Pepitas de calabaza, 2011, pp. 63-78.
[6] Ibíd., pp. 71-72.
[7] Guy Debord, La sociedad del espectáculo, op. cit., p. 32.
[8] Ibíd., cap. 3: “Unidad y división en la apariencia”.
[9] Cfr. Anselm Jappe, Guy Debord, Barcelona, Anagrama, 1998.
[10] Guy Debord, Contra el cine, op. cit., p. 40.
[11] Cfr. “Informe sobre la construcción de situaciones y sobre las condiciones de la organización y la acción de la tendencia situacionista internacional” (documento fundacional, Cosio d’Arroscia, 1957), incluido como apéndice en Internacional Situacionista. Textos completos en castellano de la revista internationale situationniste (1958-1969), vol. I: La realización del arte, Madrid, Literatura Gris, 1999, pp. 205-220.
[12] Contra el cine, op. cit., pp. 56-57.
[13] Thomas Y. Levin, “Dismantling the spectacle: The Cinema of Guy Debord”, en Elizabeth Sussman (ed.), on the passage of a few people through a rather brief moment in time: The Situationist International 1957-1972, Cambridge, MIT Press, 1990, pp. 72-123.
[14] Cfr. Peter Wollen “La Internacional Situacionista. Acerca del tránsito de unos cuantos durante un periodo de tiempo bastante breve”, en Id., El asalto a la nevera. Reflexiones sobre la cultura del siglo XX, Madrid, Akal, pp. 129-167.
[15] En su Refutación de todos los juicios, tanto elogiosos como hostiles, que se hicieron hasta ahora sobre el film La sociedad del espectáculo (1975), Debord enumeraba las valoraciones que de su película se habían hecho desde los distintos frentes de la política cultural. Acaso más sintomática que la hostilidad de parte de los políticamente reaccionarios le parecía la de la “izquierda unida”, una izquierda que no era sino una “mistificación defensiva de la sociedad espectacular”, de esa misma sociedad cuya denuncia parecía aprobar en términos teóricos, pero que se rehusaba a ver materializada en lo que no consideraba más que un “cine de gueto”, ajeno a las multitudes que debía representar. Cfr. Contra el cine, op. cit., pp. 145-164.
[16] Internacional Situacionista, op. cit., p. 13.
[17] Cfr. “El papel de Godard” (I.S. 10), en Internacional Situacionista, vol. 2: La supresión de la política Madrid, Literatura Gris, 2000, pp. 423-424; “El cine y la revolución” (I.S. 12), en Internacional Situacionista, vol. 3: La práctica de la teoría, Madrid, Literatura Gris, 2001, pp. 638-639.
[18] Siegfried Kracauer, “Culto de la distracción. Sobre las salas de espectáculo cinematográfico berlinesas” (1926), en Id., Estética sin territorio, Murcia, Colegio oficial de aparejadores y arquitectos técnicos de la región de Murcia, 2006, pp. 215-223.
[19] Contra el cine, op. cit., p. 54.
[20] Ibíd., p. 217.
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