A propósito de Bacurau (Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles, 2019)
por Javier Trímboli
Se repite seguido, quizás demasiado, que se ha vuelto imposible imaginar el final del capitalismo. Podríamos añadir, ¿sin embargo?, que en paralelo con ese vacío, en el último tiempo se empezaron a imaginar con cierta insistencia batallas por venir, que incluso si nacen del hartazgo o de la humillación de una vida individual, devienen sociales. Cine mediante, se trata de una imaginación que además se pliega y exalta a multitudes, a veces muy quietas y dispersas, otras algo o muy movedizas, apretadas. El corazón populista, si es que lo tenemos, late con ganas, se inflama, rejuvenece. O al menos eso cree. En este sentido, la película brasilera Bacurau –también la batalla que propone-, es nuestra favorita.
Muy clásicamente, una invasión la dispara. Pero la invasión no es del todo clásica. Aunque nadie pronuncie la palabra «imperialismo», hablan inglés los 6 u 7 hombres y mujeres que la protagonizan; sólo el jefe con acento extranjero, alemán, el único que parece tener vasta experiencia en esos asuntos. No hacen flamear banderas en plan de conquista, ni están animados por objetivos fundamentalmente económicos. Sin ser despampanante, la tecnología está a su favor: armas a piacere, un sistema de comunicación propio y el dron con aspecto de plato volador. Pero también da cuenta de ese vínculo el anestesiamento ante el dolor de las víctimas, las que producen y las que está en su hoja de ruta seguir produciendo. Algunos cuerpos tienen bastante gimnasio y, como casi va de suyo, alguna pastilla encima. Del trato fluido con estos dispositivos proviene su superioridad, la certeza de que están en un paseo seguro. Además, como suele ocurrir en las invasiones que funcionan, tienen aliados locales: una muchacha y un muchacho que son del sur del Brasil y el alcalde de la región, un joven político en campaña, el único político que aparece en el film. «Proveedores de servicios», les allanan el camino. Capilar la invasión, sólo asaltan un pequeño pueblo, un punto postergado en el nordeste de Brasil que, no obstante, hasta que cortaran la conexión para aislarlo del todo, se detectaba con Google Map. Algo confuso, el maestro que ante los niños constata lo que supone es un error pasajero, les muestra un mapa viejo donde, claro, permanecen fijos. Por lo tanto, este grupo de gringos -¿le ponemos comillas?-, pues en efecto son oriundos de EE.UU., versus Bacurau, el pueblito en cuestión. «Bacurau» es el nombre de un pájaro que, aunque parezca mentira -así le parece a la muchacha de Río de Janeiro que colabora con la invasión-, no está extinto. En un costado del ring, ellos; en el otro, los que de inmediato tienen toda nuestra adhesión. Palo contra palo. Si, como explica Alain Badiou, depurar, simplificar, fue tarea consecuente durante el siglo XX para que lo real al fin irrumpa, esa pasión que es por el dos, por el antagonismo, vuelve por sus fueros en esta película. La despedida del desconcierto -y de la no poca fascinación por él concitada- que impedía que la batalla ocurriera.
Kleber Mendonça Filho es uno de los directores de Bacurau y ya en sus dos películas previas –Sonidos vecinos y Acquarius– venía produciendo un desplazamiento que no por sencillo deja de llamar la atención, al menos a quienes miramos esto desde la Argentina. Porque su Brasil no es el de Río de Janeiro, el Río que miran los turistas, ni tampoco el del fantasma que los fascina, el de la violencia tan próxima que sólo cada tanto los salpica. Sonidos vecinos y Acquarius ocurren también en el norte, en Recife. Sin postales. Y en Bacurau sólo se ve el sertón, nunca el mar. Señala Ivana Bentes, una crítica cultural de Brasil con la que intentamos conversar a través de estas palabras, que el Cinema Novo detestó la película Orfeo Negro de Marcel Camus por la tipicidad brasilera que cultiva: negros simpáticos que representan mitología griega en promoción global del carnaval. Entendió que el único cine que era justo hacer debía alejarse de ese Brasil y de su cordialidad; cincuenta años después, Bacurau todavía adhiere a ese rechazo. De otra forma, con otros resultados, porque ya nada podría ser lo mismo. ¿No? Podríamos decir que sus invasores también son turistas.
Orfeo Negro (Marcel Camus, 1959)
“De la estética a la cosmética del hambre” se titula el escrito de Ivana Bentes al que nos referíamos. Mientras que Nelson Pereira do Santos, Joaquim Pedro de Andrade y Glauber Rocha, por poner nombres principales, ubicaron en el sertón y en la favela toda una reflexión sobre la posibilidad de la revolución en Brasil y en América Latina -o leyeron en esos territorios la debacle de la modernización prometida-; desde principios del siglo XXI, el nuevo cine que redescubrió esos espacios lo hizo con ánimo despolitizador. De ahí que se regodeara en las peleas de pobres que se matan entre pobres sin siquiera amago de perspectiva crítica que permita entender tal cosa; o haciendo de la violencia un espectáculo de masas que se puede consumir sin inquietar lo más mínimo la propia conciencia. Si existe, la conciencia turista es inconmovible. No hay ética en esta «cosmética del hambre», a lo sumo el ternurismo humanista de Estación Central en el que el sertón luce vaciado de dramaticidad histórica, porque se le ha sustraído la sombra de Corisco y de Antonio das Mortes. Pero bastante más que esa película de Walter Salles, Ciudad de Dios, de Fernando Meirelles, es el exponente principal de este movimiento cínico, impiadoso dice Bentes. Abyecto. Para MTV.
La violencia, por supuesto, también ocupa un lugar importantísimo en Bacurau, la atraviesa de punta a punta y en aumento. Cabezas destrozadas, heridas abiertas, disparos a quemarropa. Baño de sangre. Al borde del gore, pero es más que eso, más serio. No hay solución sin violencia. A nadie se le ocurre enfrentar a la invasión de otra forma. El camino de la política, de la política ciudadana, digámoslo así, brilla por su ausencia y por momentos la impresión es que no se lo extraña. Que la jovialidad que trasunta esta película le debe bastante a que esa alternativa está cerrada. Porque en Bacurau la violencia se reencuentra plenamente con el sentido. Ya no se trata de algo atávico, que atrapa a los habitantes de territorios postergadísimos como un sino inescrutable y bárbaro. Su sentido es político mayúsculo: defenderse de la invasión. El grado fundamental de exterioridad con que carga este tipo de agresión, que en definitiva la caracteriza, torna acuciante la necesidad de asumir la violencia. También hace más sencilla la decisión. Para frenar el mal, un poco menos, para salvar la propia vida. Por si no la vieron: pulula una banda de jóvenes por los alrededores de Bacurau que desde antes no le hacían asco a la violencia; la vienen practicando tal como la conocemos por la tele y las páginas de los diarios, aunque la película se cuida de calificar de delictiva. Videítos que los muestran armas en mano, asaltando a vecinos con alguna propiedad apetecible de las ciudades vecinas, circulan en Bacurau. Los chicos se entretienen mirándolos. Bueno, estos jóvenes se deslizan sin estrépito hasta encarnar el papel de los nuevos maestros, de los guías frente a la tarea que se impone, la vanguardia de Bacurau.
Lo que sí, no hay hambre en este pueblo -saquémosle el diminutivo- del nordeste brasilero. No interesó acentuar por este lado la hipótesis, cosa que nos empuja a releer a Glauber Rocha: ¿qué es, según su célebre manifiesto, ese hambre que obliga a una estética en la que la violencia pasa a ser primordial, inexorable, en tanto es su «más noble manifestación cultural»? Sin falta lisa y llana de comida, ¿valdría también la violencia, tendría la misma justificación? El joven político, Tony Jr. se llama, lleva comida a Bacurau. También libros en un camión remolque, ataúdes y pastillas. La comida esta empaquetada pero mucha vencida. Se informa esto con micrófono en una asamblea, aunque no se diga su nombre es bastante cercano a eso lo que veremos más de una vez. Lo hace la médica con un montón de rodaje encima que interpreta Sonia Braga. Sin drama, pues no parecen estar corridos por la urgencia, aconseja que sólo si es muy necesario la tomen. Los cuerpos no están abrasados por el cansancio del hambre. Si no nos equivocamos, el único que manifiesta padecer hambre es uno de los muchachos de la banda que comentábamos, el principal, Lunga se llama. La policía paga recompensa a quien diga dónde está. Escondido con sus compañeros en una torre a la vera de un dique, decide volver a Bacurau para defenderla, de allí se ha ido una vez, pero también porque hay comida. No quiere seguir atrapado en ese aislamiento como el Che Guevara, parecido a esto dice. Cuando Tony Jr. se las vea muy feas, a punto de recibir el castigo del pueblo de Bacurau, intentará calmarlos ofreciéndoles comida. Es lo que puede dar, es su juego. Volvamos: ¿cuánta violencia estamos dispuestos a ver? Más aún: ¿cuánta estamos dispuestos a ver se ejerza sobre el enemigo? Cerca del final, las cabezas degolladas de los invasores se exhiben en fila en el atrio de la iglesia. Mientras que uno de los muchachos que antes de todo esto se había distanciado de la banda acota que le parece que esta vez a Lunga se le fue la mano, una muchacha sin prontuario y que tiene algo de protagonismo simplemente dice que no. De todos modo, convengamos, que anestesiados por igual los espectadores de aquí y de más allá, ¿de Brasil también?, nada de lo que vemos alcanza a perturbar. Suspensión sólo momentánea de la incredulidad.
Sólo pasa con algunas películas que su proyección transforma a los cines en lugares enrarecidos donde cuesta quedarse quieto en la butaca, se insulta a un personaje, se lanzan vivas a favor de otro, todo para incidir en lo que se está viendo en la pantalla. Así leímos que ocurrió y quizás todavía ocurre en Brasil con Bacurau. Suponemos que cuando aparece el político local se mentará a otros varios políticos a los que se conoce del día a día, y se los aborrece. En su lectura del Cinema Novo, Ismael Xavier proponía que esas películas recurrieron a la alegoría para lanzar una imagen crítica de Brasil. Que lo que se veía en pantalla -santones, cangaçeiros y jagunços-, refería a la vez a «otra escena» que tenía que ser descifrada. Acá vuelve el contraste. Dice Ivana Bentes, de entrada no más, en la crítica entusiasta que hizo de la película en la revista Cult: «Incluso habiendo sido filmado antes de las elecciones de 2018 y de la catástrofe política en construcción, Bacurau es un film visionario y violento, una ficción científica y política que no tiene nada de alegórica. Al contrario, es explícita y brutal, de una lucidez aterradora.» Es una distopía que capta precisamente lo que hoy está ocurriendo en Brasil de Bolsonaro. Las reacciones del público en las salas hablarían de algo parecido. Es decir, ¿a qué distancia de la realidad política y social brasilera se encuentra? Muy pero muy cerquita, sino es ella misma. Para Bentes esta película plantea poderosamente una posición que, suponemos, probablemente se viniera discutiendo, que tuviera partidarios y detractores en discusiones entre camaradas. Ante las afrentas de todo tipo que hacen que el sistema democrático haya pasado a valer menos que nada, la lucha armada es una opción. Esta película es un llamado a mirar con otros ojos -otros respecto de los ojos ciudadanos del liberalismo-, la cuestión de la lucha armada de los sesenta y setenta. Ahora bien, quienes cuestionan a la película la aprietan también contra la realidad política de la hora. Revista Piauí: «En Bacurau es particularmente inquietante la celebración de la alianza entre el pueblo desasistido y los bandidos para enfrentar a los diletantes asesinos extranjeros. En la coyuntura política actual de Brasil, con un país gobernado por un presidente errático de extrema derecha, cuyo hijo más grande, actual senador de la República, promovió cuando era diputado estatal homenajes a sospechosos de integrar la milicia conocida como ‘Oficina del delito’ (…) la complacencia ante esa promiscuidad es imprudente y peligrosa, y puede estimular acciones violentas.» De una u otra forma no hay distancia.
Si las invasiones contaron por un buen rato con un texto civilizatorio que las justificaba -así, entre tantas otras, la de la Triple Alianza sobre el Paraguay o la de la República de Brasil recientemente establecida contra Canudos y Antonio Conselheiro-, Mendonça Filho y Juliano Dornelles ni irónicamente reponen un texto cargado de intenciones que se creen buenas. Se sabe: Euclides Da Cunha narra la guerra de Canudos con el Facundo de Sarmiento en la mano. Y buena parte de la tensión de Los sertones, o incluso de su ánimo atrabiliario, se debe a que todo lo conduce a desmentir a Sarmiento, pues se vuelve evidente que la batalla no es entre civilización y barbarie. Ni una ni otra cosa son lo que el sanjuanino suponía. En Bacurau los invasores hacen de su empresa una suerte de reality show para ver a cuántos sertanejos mata cada uno. Resabio humanista: uno se enoja porque otro mató a un niño. Pero, ¿hasta que edad se sigue siendo niño? Media el jefe y el punto vale. El que arrastra el resabio lo acusa de nazi, por alemán. Monta en cólera: no es nazismo lo suyo, es otra cosa. Un poco más adelante, el mismo del resabio explica que estuvo muy cerca de arremeter a los tiros en la casa de su ex mujer; después apuntó sobre un centro comercial y sobre un parque. Pisando el sertón se entusiasma ante la inminencia de la acción con la que desparramará higiénicamente la violencia que carga. Allí sí podrá darle rienda suelta. Se equivocaron de lo lindo los brasileros que prestaron ayuda: estaban convencidos de que, más allá de las distancias, todo los unía a los invasores y nada a los ¿alguna vez? compatriotas nordestinos. Les hacen bullying, no son blancos, a lo sumo mexicanos. Es la raza lo que les otorga superioridad, pero también es algo más, la vida del primer mundo. Como Tony Jr. quiere acabar con Bacurau, porque está en un negociado con el agua y Bacurau, siempre despierto, le exige el agua, les libera la zona para que los maten. Se prestan servicios mutuamente. En una novela de Don Delillo se dice algo así como que si necesitas recuperar la sensación al menos de que estás con ganas de seguir vivo, nada mejor que imaginar que te quieren matar. La alegoría Bacurau plantea que esto volvió a ser así, que el poder busca la muerte.
¿Qué es ese caserío que tanto nos interesa? ¿Cuál es la consistencia que le permite pasar la prueba? O, bien cerca de lo que escribía Ramos Mejía en relación con las multitudes argentinas, «propiciar milagros», propinarle una paliza fantástica a los gringos y al político. Afectados por el abandono al que el postfordismo condena a millones en nuestro continente, sus habitantes han logrado sin embargo no padecer esa situación. La escuela de Bacurau, a diferencia de tantas otras -de una que vemos en la secuencia primera de la película, cuando la cámara sigue al camión cisterna hasta sus calles-, funciona y bien. Tiene su semana «Vinicious de Moraes», maestros apreciados, está bien pintada. Si pueden prescindir de la comida que les envía Tony Jr. es porque encontraron una forma de proveerse. Los mismo con los medicamentos. Se sobreponen al abandono porque los acompaña algo así como una figura tutelar, una autoridad espiritual y mística, la negra Carmelita. De hecho, la presentación de Bacurau es a través de su velorio. Todo el pueblo honra y despide a esta vieja mujer. Es a partir de ese umbral que se desata la anécdota de la película. Hay en este pueblo una iglesia a la que nadie entra y un museo que la trama vuelve fundamental. Guarda fotos de cangaçeiros, noticias que refieren a sus salvajadas, cuelgan sus armas en la pared. Allí se esconden los habitantes cuando la batalla estalla. Desde el museo cobran fuerza; y el museo es la tumba de los invasores. La potencia histórica, lejos de anquilosarse entre sus paredes, ahí se encuentra tan sólo recogida para activarse plena, en el instante de peligro. Bacurau es, digamos, una comunidad en su sentido más fuerte, ése que hoy casi que espanta. El espíritu de la tierra, el pasado con toda su autoridad sigue vivo en ella. No es un lastre. Los teléfonos celulares y las redes de la sociedad de control que tienen alta presencia no dañan nada de esto, son un medio que no afecta a las subjetividades al punto de desprenderlas del vigoroso pero no historicista carácter histórico.
Decíamos que Bacurau es nuestra favorita porque nos encantaría librar así trenzados la batalla por venir, que fuera ésta. De la distopía a la utopía. Si el comunismo se nos escapó sin que llegáramos a acariciarlo, tener la chance de esto otro. Pero aquí sobreviene el cachetazo: aunque América Latina no deja de agitarse desde finales del siglo XX, y el año pasado lo hizo con nuevos estremecimientos, estamos lejos de algo de ese tenor. En cuanto a Brasil, ojalá sea un error de apreciación, no deja de aturdirnos que siga ocurriendo todo lo que sabemos ocurre, desde por lo menos la destitución de Dilma Rousseff, y que la resistencia popular no se enciende, no está a la altura. El contraste entre la poderosa imagen que nos provee Bacurau y lo que leemos aquí y allá es desazonador. Ni las fenomenales luchas de masas que tienen lugar en Chile ni, claro, el voto en las últimas elecciones en nuestro país son suficientes para hacer retroceder la sospecha de que nos queda grande el traje que se nos entrega. Mientras la película casi no precisa poner en escena la transformación de individuos a sujetos -eso que el capitalismo en esta hora conjura con éxito de mil maneras-, en nuestro presente no sólo latinoamericano se volvió arduo de lograr.
Se ha dicho con evidente razón que es una película de género Bacurau, de «transgénero» escribe Bentes porque toma de varios. Se subraya el parentesco con el cine de John Carpenter, de hecho un pasaje muy reconocible de la música es de su autoría. Interesa una observación puntual en relación con su película They live. En ella, como se recordará, son unos anteojos negros los que permiten acceder a la verdad, descubrir el peligro que nos cerca y que la ideología disfraza de inofensiva información, de consumo, de entretenimiento. El símil en Bacurau de los anteojos es una -otra- pastillita que se adivina de textura distinta a la que salen de los laboratorios. En flashes las reparte uno de los hombres mayores de la comunidad que, en una escena que parece reescribir la llegada de los conquistadores europeos a América, cuida amorosamente a las plantas ante los ojos de los gringos que se preguntan por su desnudez y están convencidos de que acabarán con él en un instante. Es un psicotrópico, una suerte de antídoto de lo que reparte Tony Jr y, explica la doctora, toma todo el mundo en Brasil. Que es de venta libre y deprime, secuestra el ánimo. En esta clave, es esta otra pastillita la que permite que lo real irrumpa, la que hace posible afrontar a los enemigos con decisión. Pero hay una diferencia sustancial. En They live le cuesta un Perú a John Nada, ese es su nombre, convencer incluso a su amigo de que se ponga los anteojos. Slavoj Zizek analiza este asunto y se detiene en el significado de la pelea brutal que dura más de ocho minutos, para que se los calce. Es el dolor, el forzamiento, que devenir sujeto político implica. En Bacurau las pastillas del chamán llegan por un tubo, sin rechazos.
No podemos pedirle a una película que cumpla el papel de esa pastilla, no tiene ningún sentido. Pero no viene nada mal que nos meta en este problema y que alimente el mito de la batalla a librar. Que plantee el tránsito necesario desde la bella canción de Caetano Veloso interpretada por Gal Costa a la de Geraldo Vandré sobre Matraga, ese genial personaje de Guimaraes Rosa, también del sertón, que condensa toda una reflexión sobre la salvación y la violencia.
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