(El otro hermano, Adrián Caetano)
por Federico Romani
I. Gran parte de la fascinación que Israel Adrián Caetano produjo en la crítica de los años noventa tuvo que ver con el “descubrimiento” de cierta oralidad para el cine argentino de la época. Basta comparar cómo se habla en Pizza, Birra, Faso (1998) y en, por ejemplo, cualquier película de Marcelo Piñeyro, para entender el modo en que las posibilidades del decir atraviesan su filmografía. No se trata de un registro, sino de una tesitura, una entonación que define, en principio, un recorte social, pero que encierra, también, una apuesta estética perfectamente definida. La preocupación por el uso del lenguaje atraviesa la obra de Caetano y tiene a los ambientes que condicionan ese uso como factor vital. La orientación de la mirada estuvo definida en su cine por una predisposición a la escucha (y esa predisposición sólo inicialmente tuvo que ver con poner en pantalla “clases” o actores sociales que hasta entonces permanecían mayormente vedados), mientras que esa escucha definió siempre una orientación moral y una preocupación específica por la puesta en escena. Si, como dijo Godard, la ingeniería de esa puesta supone siempre una jerarquización de valores, el cine de Caetano tiene un centro ético definido por la palabra, un estado de sonorización vocal que nunca se ofrece adrede como partitura o registro de época, pero que funciona siempre como nexo emocional entre el espectador y su tiempo histórico. El registro lumpenizado de Pizza… remitía al aquelarre mediático con foco en la inseguridad que castigaba diariamente el oído del argentino medio desde los noticieros-espectáculo. El siseo laboral de la pareja protagonista de Bolivia (2001) apelaba muy sutilmente a la “extranjeridad” como indicio de fragilidad y desprotección. El lenguaje burocrático del horror se mezclaba, en Crónica de una fuga (2006), con la progresiva calidez de un código grupal gestado en el encierro. Había una elegancia muy trabajada en el lenguaje de Un oso rojo (2002), película a la que puede decirse que no le sobra ni le falta una palabra, y que culminaba con una madre leyendo un cuento a su hija en la cama, antes de dormir. Y había una gozosa resonancia doméstica de la palabra en Francia (2009), una mezcla entre el lenguaje hiperbólico del melodrama y las formas más atenuadas o simples de la oralidad infantil. Caetano supo, hasta aquí, primero escuchar, para luego contar. Entra y sale de espacios marcados por lenguajes específicos, pero la reconstrucción que practica después no tiene nada de vuelco o transcripción y está dramáticamente articulada con precisión. La palabra, en el cine de Caetano, vibra en las situaciones, sean éstas definidas por el miedo, el amor, la violencia o el extrañamiento.
II. La adaptación de la novela Bajo un sol tremendo (2009) de Carlos Busqued pone a Caetano, por primera vez en su carrera, frente al desafío de adaptar una oralidad previa y textual. Lo que inicialmente puede parecer un simple problema de traslado de registros es, en realidad, un poco más complejo, en la medida en que el texto original parece pesar como un límite sobre las posibilidades de la puesta en escena. Conciente del requerimiento de “eficacia” que demanda cualquier adaptación, y puesto que el propio Caetano reconoció que el proyecto le fue ofrecido y no surgió como una iniciativa propia, el mayor desafío se presentaba, inicialmente, como la prueba de llevar el universo de Busqued a ese otro mundo que le pertenece únicamente a Caetano, y del que Francia se había presentado como un corrimiento provisorio y prometedor, opacado posteriormente por Mala (2012), que sólo intencionalmente había representado un regreso a los orígenes. La novela original de Busqued tiene poco que ver con las marcas autorales de Caetano. Su feísmo deliberado y cierta inclinación por el grotesco sólo conectan con su cine en la emergencia de ciertos personajes marcados por la caída de clase. La novela de Busqued tiene una (bien dosificada) sordidez que no había aparecido, hasta aquí, en el universo del director. Su clima es el de una deriva por la realidad mental de varios personajes que oscilan entre la indolencia más absoluta y el sadismo entendido como mecanismo de compensación anímica. Cualquier adaptación cinematográfica debía lidiar con la necesidad de volver esos circuitos mentales un estado de ánimo perceptible a través de lo visual o, simplemente, transformar la película en otra cosa, es decir, traicionar el texto de origen.
III. El lenguaje es, nuevamente, un objeto de necesidad grupal en El otro hermano (2017). Atraviesa y une los cuerpos en espacios signados por la hostilidad. Es la fuerza que reestructura las relaciones entre los personajes, que facilita los desplazamientos (casi siempre destructivos) entre ambientes, y finalmente establece y vulnera los límites de la legalidad y sus posibles usos o acepciones. La novela de Busqued es muy dialogada, pero en la adaptación de Caetano la combustión de esa oralidad se concentra en el personaje de Duarte (Sbaraglia) y, a partir de allí, lo impregna todo. Los giros y modos “administrativos” con los que va introduciendo a Cetarti en un micromundo marcado por la irregularidad legal primero, y por la más pura ilegalidad después, es una forma amanerada del entrenamiento social necesario para un nuevo tipo de supervivencia que Cetarti parece ignorar al iniciarse el film. La cadencia slacker de Cetarti, el modo apagado y monocorde de sus diálogos lo sitúa frente a la autoridad de Duarte en la posición de un alumno aplicado –aunque desconfiado– que observa, casi sin demostrar emoción o reacción alguna, la aparición de una potencia oscura que permanecía oculta en su vida. Los diálogos de Duarte son pedagógicos en el sentido más literal del término: el de guiar a alguien hacia un objetivo determinado. La tonada provinciana acompaña un procedimiento lógico en el que la misma mente criminal que prepara y ejecuta los actos delictivos fija a través del lenguaje el marco de comprensión o justificación moral de los mismos. Ese mecanismo requiere autoridad, y cada vez que Duarte habla, Cetarti escucha con una atención ligeramente extraviada, aunque nunca dispersa. Hay una precisión semántica (aunque endeble, claro) en cada una de las frases de Duarte, como si oficiara de guía a un mundo que acaba de abrirse pero del que va a resultar muy difícil salir. El universo cerrado y delictivo de los secuestros extorsivos, de las defraudaciones a las compañías de seguro, requiere del mismo acompañamiento verbal que requirieron, en su momento, algunas otras actividades oscuras ejecutadas por Duarte en el pasado más o menos reciente, y de las que sólo brinda algunos indicios durante el almuerzo que comparte con Cetarti, acaso la única escena de la película en la que ambos, puede decirse, “abren” al otro ciertos compartimentos de su vida que han determinado la situación en la que se encuentran al momento de iniciarse la trama que va a relacionarlos. El peso o la importancia de las palabras de Duarte no se basa en una posición moral frente a los hechos que describe o ejecuta, o en una negación que ampare lo repugnante de sus connotaciones sociales, sino que hay una construcción y un extrañamiento del objeto practicadas en simultáneo.
[Disponible completo en la versión en papel.]
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