A propósito de
El juicio, de Ulises de la Orden y Argentina, 1985, de Santiago Mitre
por Nicolás Suárez
A fines de septiembre del año pasado, antes del estreno de Argentina, 1985, de Santiago Mitre, el presidente Alberto Fernández declaró en una conferencia de prensa:
Mañana se está estrenando en Argentina una obra que estoy seguro que va a ser obligatoria para que todos los argentinos la veamos. Se llama El juicio y cuenta la historia del juicio a los comandantes, un hecho único que nos distingue a los argentinos. Está muy bien que alguien se haya ocupado de plasmarla y convertirla en una película de cine en estos tiempos donde algunos descreen de la democracia y algunos no valoran lo importante que es respetarnos y terminar con la violencia. Es muy importante que los cineastas se dediquen a recrear ese instante de la vida de los argentinos porque queda plasmado para la posteridad.
Resulta poco probable que, para entonces, el presidente hubiera escuchado hablar de El juicio, el documental sobre el juicio a las Juntas Militares que Ulises de la Orden estrenaría cinco meses después. Pero su gaffe permite recortar un par de cuestiones que, al comparar ambas películas basadas en un mismo hecho histórico, tal vez puedan iluminar algunas zonas ciegas de la relación entre cine, política e historia en la Argentina contemporánea.
En primer lugar, la noción de obligatoriedad. La idea de que existen películas obligatorias es posiblemente una hipérbole de la muy difundida noción de que hay películas necesarias. Películas que, por abordar temas “importantes”, resultan necesarias, como si ese contenido (en general, con una alta carga política) las eximiera de cualquier complemento (para qué, para quién, por qué serían necesarias) e incluso corriera el eje de cualquier discusión de lo estético hacia lo político: no importa el juicio estético porque prevalece el político. En segundo lugar, la presunción de que Argentina, 1985 sería una película obligatoria o necesaria implica una intención pedagógica: se trata de que aquellos que no entienden, ignoran o desconocen, utilizando el cine como herramienta pedagógica, entiendan, aprendan, conozcan. Para usar otra expresión muy difundida, se trata de bajar línea. Y, en tercer lugar, la bajada de línea implica siempre un ademán hacia el presente; en este caso, para repensar las condiciones actuales de la democracia argentina.
Por supuesto, no le faltaban razones a Fernández para sugerir esto último. El atentado contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner a comienzos de septiembre de 2022 (solo muy tibiamente condenado por las fuerzas opositoras), el negacionismo de la candidata a vice Victoria Villarruel y el llamado de la candidata presidencial Patricia Bullrich a “destruir al kirchnerismo” son apenas algunas muestras de que la política argentina actual ha alcanzado niveles de violencia que acaso no se veían desde los tiempos del alfonsinismo. Por este motivo, el suceso comercial de Argentina, 1985 y, particularmente, su éxito entre el público juvenil entrañan una pequeña paradoja: ¿es posible que esos mismos jóvenes que celebraron la película de Mitre sean también votantes de Javier Milei?
El juicio (Ulises de la Orden)
Desde luego, esto es materia de especulación pura. Pero puedo citar varios casos de docentes de nivel secundario sorprendidos porque los mismos estudiantes que se conmovieron con Argentina, 1985 adhieren a las ideas de Milei (y además lo votan, gracias a la Ley de Voto Joven que en 2012 impulsó el kirchnerismo). Una rápida búsqueda en Twitter muestra que, para muchos usuarios, esta presunta contradicción se explica mediante un sencillo razonamiento: quienes disfrutaron Argentina, 1985 y votan a Milei no entendieron la película. Pero cabe también otra posibilidad, acaso más inquietante: quizás la vieron y, a su modo, la entendieron. Quizás, como sugiere Pablo Stefanoni, hoy la rebeldía se volvió de derecha y lo que conecta la juvenilia festiva del equipo del fiscal Julio César Strassera en el film de Mitre con la fiesta mileísta es cierto vago espíritu de libertad fundado en una actitud rebelde, emprendedora y juvenil, incluso si esta reviste signos ideológicos opuestos.[1]
El caso de El juicio resulta mucho más opaco. No parece tan sencillo leer este documental en clave de presente, en principio, porque no es una película fácil de mirar ni de leer. Entre otras razones, por su duración y, sobre todo, por el carácter desgarrador de los testimonios, que se nos presentan con la fuerza cruda del documento, a diferencia de las múltiples manipulaciones de la historia que practica la película de Mitre. Así como Argentina, 1985 ha dado lugar a numerosas reseñas y comentarios, el film de De la Orden parece enmudecer a la crítica y provocar solo reacciones desde lo visceral o del análisis político. Esta diferencia se debe seguramente al grado de masividad de una y otra película, pero también considero que resulta difícil abordar El juicio en tanto película porque lo que tenemos ante nuestros ojos –incluso si es evidente que hay un trabajo de manipulación y edición– da la impresión de ser más bien un pedazo de realidad.
La historia de los materiales que dieron origen al film es conocida, pero vale la pena repasarla. Las 530 horas del Juicio a las Juntas Militares que se llevó a cabo en 1985 fueron grabadas por Argentina Televisora Color (ATC). Sin embargo, en aquel momento, solo se transmitió por televisión, en diferido y sin audio, una pequeña parte del material registrado cada día, además del alegato final de Strassera. El material, grabado en cintas U-Matic, quedó bajo custodia de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal. Pero en 1988, ante el temor de nuevos levantamientos militares, los jueces de la Cámara trasladaron, en secreto, una copia que fue resguardada en los archivos del parlamento noruego. Recién en 2011, la Cámara suscribió un convenio con Memoria Abierta y la Universidad de Salamanca con el objetivo de preservar, digitalizar y difundir esas grabaciones, de las que De la Orden se sirvió para su película.
El juicio resume todo ese material en dieciocho bloques temáticos que dan cuenta de cómo la fiscalía, valiéndose de los testimonios de testigos, víctimas y de los propios militares, consiguió desarmar los argumentos de la defensa y probar que los comandantes tejieron un plan sistemático de secuestro, aniquilación y desaparición de personas fuera de todo estado de derecho. Por su parte, el punto de vista que Argentina, 1985 adopta para recrear ficcionalmente el juicio es diferente: el film focaliza en la figura del fiscal Strassera y, en menor medida, en la de Moreno Ocampo, tejiendo un drama clásico en el que la historia personal y familiar del héroe se entremezcla con la historia nacional.
El juicio (Ulises de la Orden)
Un punto de arranque productivo para la comparación a partir de las estrategias empleadas por ambos cineastas para representar un mismo suceso histórico puede ser el tipo de espectador que configura cada película. A este respecto, Argentina, 1985 delinea un espectador-niño o, mejor dicho, aniñado. No me refiero con esto a un target o grupo etario específico, sino más bien a un tipo particular de conciencia o de sensibilidad. Una estructura del sentimiento, para decirlo con aquella vieja categoría acuñada por Raymond Williams, hoy en desuso, pero que puede servir para entender el estado de ánimo infantilizado de buena parte de la sociedad argentina (incluyendo, desde luego, niños, pero también adultos, políticos, periodistas). Ese punto de vista se plasma en el film mediante el personaje de Javier, el hijo menor de Strassera, interpretado por Santiago Armas Estevarena. Su mirada, entre ingenua, frontal, curiosa y convencida, espeja, dentro del relato, la del joven equipo de colaboradores que forma Strassera para armar el caso y, fuera de él, la de un público para el que, a diferencia del de películas de los ochenta como La historia oficial (Luis Puenzo, 1985) o La noche de los lápices (Héctor Olivera, 1986), la experiencia de la dictadura pertenece cada vez menos a la historia reciente y cada vez más a un pasado lejano.
En este sentido, podrían interpretarse las críticas al film que formuló el jurista Roberto Gargarella, por dejar de lado la actuación del presidente Raúl Alfonsín para que el juicio fuera posible, así como el ninguneo de la participación de “un verdadero ejército de juristas, intelectuales y activistas de todo tipo, junto a una sociedad de pie y movilizada”.[2] En efecto, la simplificación del trabajo judicial y colectivo en favor de la hipótesis de una épica personal fundada en una mirada hagiográfica de Strassera y el fiscal adjunto Luis Moreno Ocampo no solo es funcional al molde del cine clásico que le interesa trabajar a Mitre (por ejemplo, mediante la exaltación del star system con las figuras de Ricardo Darín y Peter Lanzani, o la apelación a recursos convencionales del cine de género, como el buddy film, el drama judicial y el uso reiterado de comic reliefs), sino que además tiene como efecto la construcción de una imagen reduccionista y escolar de la historia, justamente para hacerla encajar dentro de esos moldes. Podría trazarse, desde esta perspectiva, toda una tradición del cine escolar argentino que va del Sarmiento de Enrique Muiño en Su mejor alumno (Lucas Demare, 1944) al Strassera de Darín en Argentina, 1985, pasando, entre otros ejemplos, por el Martín Fierro y El santo de la espada de Alfredo Alcón en el cine billikenesco de Leopoldo Torre Nilsson.
El juicio, por su lado, al menos según la intención declarada por su director, apunta también a un público juvenil:
El objetivo es que se vea en la Argentina; sobre todo, por personas de 16 a 20 años. Ojalá sea utilizada como material de estudio y un camino de entrada para conocer qué pasó en la Argentina. La idea es que contribuya a mantener viva la memoria y la única forma de hacerlo es si se ve masivamente.[3]
Esta declaración de intenciones podría complementarse con la siguiente reflexión de Alberto Ponce, el editor del film:
En todas las películas que edito, incluso si es ficción, siempre les digo a los directores que hay que pensarlas de manera que las pueda ver, por ejemplo, un coreano dentro de 50 años. Hay que tener eso siempre como perspectiva en términos de claridad narrativa y, sobre todo, pensar en el desconocimiento que puede llegar a tener un posible espectador en el futuro.[4]
Esa pretensión de universalidad pero sin didactismos ni convencionalismos se corresponde con el armado de un film que, apelando a mínimas intervenciones y a un montaje fino y preciso, constituye un documento de un hecho clave de la historia argentina y se presenta como una suerte de cápsula de tiempo (no solo porque trabaja con un material histórico-documental, sino también por la sobriedad con que está dispuesto ese material). Mientras que Argentina, 1985, apelando a la fórmula Hollywood-más-dictadura como eventual camino al Oscar, se conecta más o menos exitosamente con La historia oficial y El secreto de sus ojos (José Luis Campanella, 2010), El juicio es un film que se mide directamente con la historia.[5] No requiere, para ello, de recursos del cine clásico sino que apuesta a la fuerza expresiva del material que maneja y resulta una obra coherente con sus medios. Desde esta perspectiva, se la puede ligar, tanto por el tema como por su sobria rigurosidad, con el documental El especialista. Retrato de un criminal moderno (Eyal Sivan, 1999), acerca del juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén. Incluso podría trazarse un parangón, ya no en términos de contenido pero sí de procedimiento, con The Beatles: Get Back (Peter Jackson, 2021), cuyo mayor mérito estético es quizás la mano invisible del editor, pero una invisibilidad que, lejos del llamado montaje “invisible” del cine clásico, reposa sobre todo en el trabajo minucioso y artesanal que confía en un material de archivo potente y se limita a mostrarlo, ordenarlo, presentarlo.
Argentina, 1985 (Santiago Mitre)
Un segundo eje comparativo que me interesa recortar es el modo de relación con lo político que plantea cada película. La política constituye un tema fuerte en la filmografía previa de ambos directores. Mitre se ocupó, en clave de ficción, de abordar temas políticos y militantes en El estudiante (2011), La patota (2015) y La cordillera (2017). De la Orden, en tanto, abordó en clave documental diferentes sucesos de la historia argentina distante y reciente en películas como Río arriba (2006), Tierra adentro (2011), Desierto verde (2013) y Chaco (2017), entre otras. La confluencia de ambas trayectorias en un suceso fundamental de la historia política argentina como el Juicio a las Juntas permite iluminar diferentes modos de politizar ese hecho y, a la vez, diferentes modos de pensar los ochenta como una época bisagra que, con mirada estrábica, tenía un ojo en el juicio del pasado reciente y otro en la construcción de la democracia futura. No es casual, por ello, que en los últimos años haya surgido en el cine argentino una renovada preocupación por tematizar los ochenta, en películas como El clan (Pablo Trapero, 2015), Esto no es un golpe (Sergio Wolf, 2018) y 1982 (Lucas Gallo, 2019) o, más recientemente, El rapto (Daniela Goggi, 2023), a diferencia de lo que ocurría con el llamado nuevo cine argentino de los 90 y 2000, que se ocupaba más bien de retratar el presente. En este punto, muchos de los rasgos estilísticos y las preocupaciones que la crítica del nuevo cine adscribió al cine de los ochenta parecen trasladarse, por una suerte de ósmosis fílmica, al cine contemporáneo sobre los ochenta.
Entre estas preocupaciones, acaso una de las más notorias sea, como ha señalado Gonzalo Aguilar, cierta tendencia a tramitar lo político a través de la inclusión de “uno o más personajes que encarnan el punto de vista con el que debe identificarse el espectador (la posición moralmente correcta, la mirada que interpreta más adecuadamente lo que sucede)”.[6] Un ejemplo claro sería, en La historia oficial, el personaje del profesor que encarna Patricio Contreras, fundamental para la anagnórisis de Alicia, interpretada por Norma Aleandro. En Argentina, 1985 esa función se reparte entre el personaje del hijo de Strassera y el de “el Ruso” (Norman Briski). Si el primero encarna el punto de vista ingenuo de un espectador no politizado que, al enterarse de los acontecimientos, se va comprometiendo de a poco, el segundo funciona como una suerte de guía político y espiritual del personaje de Strassera. La diferencia con La historia oficial radica en que, en los ochenta, muchos directores se preocupaban por bajar línea y dejar bien claro cuál era para ellos la lectura política correcta; hoy, en cambio, pareciera que bajar línea es hacer películas tan políticamente correctas que no incomoden a nadie.
Toda la discusión en torno a si Argentina, 1985 otorga o no a Alfonsín el lugar que le correspondía como principal impulsor del juicio resulta, como polémica, bastante pobre y fácil de zanjar: el film efectivamente tergiversa demasiado los hechos históricos pero, a la vez, por tratarse de una ficción, tampoco parece ser esta una condena demasiado grave. Véanse, por ejemplo, el citado intercambio entre Gargarella y el co-guionista del film Mariano Llinás, o las críticas que Luis Brandoni lanzó contra Darín, para luego disculparse y permitir que Mitre saliera a apaciguar los ánimos; y compárense estas discusiones con las posturas mucho más polémicas de films como La historia oficial o El secreto de sus ojos, que planteaban, respectivamente, la posibilidad de identificarse con el dolor de una familia apropiadora de bebés y los dilemas morales de la justicia por mano propia. Para volver a la pequeña paradoja inicial, no sorprende, en consecuencia, que una película tan clásica, tan mainstream y tan políticamente correcta pueda ser reivindicada sin mayores contradicciones por izquierda y por derecha.
En El juicio, por el contrario, no hay ninguna instancia exterior que, como los personajes de Javier y el Ruso, aparentando estar dentro de la historia, tenga el privilegio de juzgarla desde afuera. Ni siquiera podría afirmarse que los jueces ocupan ese lugar, porque lo que hacen es, precisamente, su trabajo. El film persiste, con rigor y sin subrayados, en esa ausencia de exterioridad. Una anécdota que refiere De la Orden da cuenta de ello:
Una observación vino de parte de Madres. Ellas nos dijeron que estaba demasiado fuerte el tema de las torturas, que deberíamos bajarlo. Nosotros habíamos utilizado a pantalla completa unas fotos que había sacado la Prefectura de Uruguay cuando aparece el cadáver de Floreal Avellaneda y otros cuerpos, que aparecieron en la costa de la Punta de Trouville, en Montevideo. Hay fotos de eso, y esas fotos son… terribles. Y habíamos usado unas 9 o 10 fotos a pantalla completa, y nos dicen que las saquemos, que no se podía ver eso. No es que no se puede ver, es que no se puede mirar. Llegas a un punto en que te tapás la cara. […] Y por supuesto que accionamos, bajamos bastante el tema de la tortura, sacamos las fotos directamente. Y así y todo, la película sigue siendo durísima.
La necesidad política, en este caso, se vuelve también estética, porque la mirada exterior de las fotos sobreimpresas es un tipo de recurso que no aparece en ningún momento a lo largo de las tres horas del film.
Solo al final, la inclusión del Himno Nacional interpretado por Charly García constituye el único gesto editorial fuerte y marcado en todo el film. Curiosamente, Argentina, 1985 también culmina con un tema de Charly García, de 1985. Pero si en el film de Mitre el imperativo “Mamá la libertad” funciona como una bajada de línea más, que apunta emotivamente al “Inconsciente colectivo” para cerrar el relato sin ambigüedades, en El juicio, con la reiteración “libertad, libertad, libertad”, la catarsis se funda en una articulación mucho más refinada de lo público (el Himno Nacional) con lo privado (la apropiación de Charly García) que la que propone el Strassera-Darín broncíneo de Mitre y Llinás. Son, por supuesto, muchas ideas de libertad las que hay en juego. Pero mientras nos perdemos en discusiones acerca del grado de alfonsinidad de las películas y predicando a conversos, la libertad avanza.
[1] Pablo Stefanoni, La rebeldía se volvió de derecha, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2021.
[2] Roberto Gargarella y Mariano Llinás, “Argentina, 1985: mapa y territorio”, Seúl, 9 de octubre de 2022. Disponible en: https://seul.ar/argentina-1985-gargarella-llinas.
[3] “El juicio, la película documental que hace hablar al archivo y apunta a “mantener viva la memoria”, Perfil, 5 de enero de 2023. Disponible en: https://www.perfil.com/noticias/juicio-a-las-juntas-militares/el-juicio-la-pelicula-documental-que-hace-hablar-al-archivo-y-pretende-mantener-viva-la-memoria.phtml.
[4] Hinde Pomeramiec, “Fui, vi y escribí: Sean eternos los laureles”, Infobae, 20 de julio de 2023. Disponible en: https://www.infobae.com/cultura/2023/07/20/fui-vi-y-escribi-sean-eternos-los-laureles.
[5] Quintín, “El juicio. Fue justicia”, A Sala Llena, 6 de abril de 2023. Disponible en: https://asalallena.com.ar/el-juicio.
[6] Gonzalo Aguilar, Otros mundos. Ensayo sobre el nuevo cine argentino, Buenos Aires, 2010, p. 26.
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