(Un gallo para esculapio, Bruno Stagnaro)
por Hernán Sassi
II. Primera secuencia. Mientras esperan en el auto el momento de actuar para dar un golpe, el jefe (Luis Brandoni) conversa con uno de los miembros de la banda. “Alto cuerno tiene ese, ¿vio? Repollera…alto domine, tiene”, dice el joven. El jefe, mirando su reloj, concentrado, acota: “Este pibe está retrasado”. Del otro asiento escucha: “Jefe, ¡zarpado poner el pecho al lado suyo hoy! Alto orgullo mamita, ¡eh! Los guachines quedaron careta cuando se enteraron. ¡Pa!, alta flasheada se pegaron”. Desconcertado, el jefe frunce el seño y le pregunta: ¿Por qué hablás así, querido?”. “¿Así cómo?”, responde el joven. “Alto esto, alto lo otro. ¡Es tan fácil hablar bien! ¿Por qué la complican?”, remata y cierra un diálogo que en pocas líneas, líneas que introducen la lengua viva del suburbio que registra con sabiduría antropológica y más aún metafísica la serie, dan cuenta de cuán perdido está ese hombre mayor que ve cómo cambia drásticamente el mundo que lo rodea. La lengua, sismógrafo de todo cambio y algo más como veremos, se lo enrostra con crudeza; y como si fuera poco le muestra a él, que hace largo tiempo está en el pináculo de una banda, que nada es para siempre.
Segunda secuencia. Por esa misma autopista por la que un camión es desviado a punta de pistola, arriba un joven que viene del interior con lo puesto y con un solo encargo, entregarle un gallo a Esculapio. El hombre que llega a un pueblo, Nelson (Peter Lanzani), tarda en acomodarse, en conocer el terreno; ni tiempo tiene de hacerlo cuando, recién llegado, dos mecheras le dan la bienvenida robándole el celular. “Esta es la jungla de cemento, baby”, le advertirán poco después. “Acá es más fácil que salve un animal que una persona”, escucha. Nelson arriba al reñidero con su gallo en busca de Esculapio. Un lugareño descifra el enigma inscripto en ese papel arrugado que trae como única guía y salvaguarda. El papel lo dice claro: “¡La Tokio!”, grita. Se trata del lavadero “La Tokio”, pantalla legal del verdadero negocio de Chelo, dueño también de ese reñidero. Todos los caminos conducen a Chelo Esculapio.
Nelson tiene la inocencia y la tenacidad de un Rocky Balboa; Chelo, la experiencia y los códigos de Don Corleone. Uno está en la búsqueda; el otro, despidiéndose. Retrato de al menos una cara del suburbio bonaerense, esa que muestra cómo conviven un comisario que libera zonas para que trabajen las bandas de piratas del asfalto que han pagado su canon, con una mujer que en un carrito de bebé lleva una garrafa porque como tantos da pelea a esta vida hasta “con un escarbadientes”, con el que pide limosna en el tren haciéndose pasar por lisiado y malandras de todo pelaje, Un gallo para Esculapio es un relato sobre la identidad y cómo a ésta la funda nada menos que la lengua. Está el que busca, además de su destino, quién es su verdadero hermano. Y está el padre que busca un hijo por el que sienta orgullo; el suyo es demasiado tarambana por no decir irresponsable para admitirlo como miembro de la banda, pero lo es muy a pesar suyo. Andrés o “Loquillo” (Ariel Staltari, codirector de la serie también) como lo conocen, si cuenta dentro de la banda, es porque es hijo del jefe. Hay un lugar para ocupar entonces. No lo sabe, pero Nelson va matar dos pájaros de un tiro: será el hijo que espera ese padre y miembro imprescindible de la banda.
III. Pizza, birra, faso y Okupas fijaron un axioma que va de suyo en series como Tumberos y Disputas o El puntero y El marginal. Según este axioma, si se trabaja sobre los bajos fondos, se debe anclar el lenguaje en el barro y como muestra basta desperdigar un manojo de términos pardos en un guión y mandarlos decir con credibilidad. Solo ese manojo, más que la pericia actoral o un buen texto, parece otorgar a la serie el grado de verdad que se le exige a toda escena anclada en el barro social. Parece mentira, pero sólo sobre este tipo de series pesa esta exigencia mezquina.
[Disponible completo en la versión en papel.]
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