por Mariano Dupont
Si hacia fines de la década del cincuenta la crítica “seria” empezó a mirar con atención las filmografías de Hitchcock o d Hawks, no fue sólo gracias a los elogios prodigados por Truffaut, Godard, Rohmer o Chabrol en el período preparatorio de lo que más tarde se denominará Nouvelle Vague, condensado en las páginas de Cahiers du cinema, sobre todo hay que pensar que los films de la Nouvelle Vague, al menos al entroncarse en esa tradición de cineastas, al discutir con las imágenes de esa tradición, al considerar y poner en práctica las preocupaciones formales que esa tradición claramente evidenciaba, de alguna manera inventan esa tradición, la constituyen a partir de un complejo, esmerado y cinefílico cúmulo de tradiciones. Los films de la Nouvelle Vague no sólo vienen a decir que el cine puede ser otra cosa, que hay otras maneras de hacerlo, alejadas, claro está, de los modos narrativos impuestos por la industria, supeditados, siempre, al reclamo de una supuesta doxa universalis, también, y ante todo, esas películas nos enseñan que el cine que las había precedido puede ser visto y escuchado de otra forma: proponen, en suma –fieles a esa línea que posiblemente haya sido inaugurada por los films de Wells y Rosellini–, una nueva función de la imagen y los sonidos, anclada en una auténtica “pedagogía de la percepción” (Daney). El modo en que hoy en día nos detenemos frente a los films de Renoir, de Hitchcock, de Bergman o de Hawks no sólo está cifrado en la procacidad de aquellos artículos escritos a la sombra de la lúcida mirada de André Bazin, sino sobre todo en ese proceso de mitificación que los films de la Nouvelle Vague efectuaron sobre ese corpus privilegiado de “autores”, en las citas (las imágenes-homenaje) desparramadas de forma más o menos evidente a lo largo de casi todos los films que fueron realizados durante esos primeros años de nouvellevaguismo.
Por su lado, el cine de Bresson, coetáneo a partir de Un condamné à mort s’est echappé (1956) de los filmes de la Nouvelle Vague, es un cine huérfano, ajeno a filiaciones palmarias. Si en cierto sentido resulta imposible pensar los films de Truffaut, de Godard o de Chabrol sin el marco de la cinefilia, de la tradición en la que esos films deliberadamente se inscriben, los films de Bresson, por el contrario, parecen desconocer la noción de pertenencia, de afinidad o de vínculo. Un vínculo doblemente negado, porque si por un lado tenemos una concepción del cine (la de Bresson) que rechaza abiertamente, no solo el pasado cinematográfico sino también el cine que en ese momento realizaban sus pares, por el otro, los cineastas de la Nouvelle Vague, a pesar de la admiración que le profesaban (una admiración semejante a la que sentían por Renoir, y que se desprende de los artículos que escribieron sobre él, así como de las entrevistas que le realizaron), a pesar de haberlo reclamado “para ellos”, para su propia tradición, no parecen haber recurrido a los elementos de su poética a la hora de realizar sus films.
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