El espacio, el lenguaje y la muerte (política de la mirada)

Curso virtual de Gustavo Galuppo

 

«Este libro trata del espacio, del lenguaje, y de la muerte; trata de la mirada”

El nacimiento de la clínica, Michel Foucault

 

 

El nacimiento de la imagen técnica

Una imagen no es sino el resultado de una mirada, y la mirada es, ante todo, un efecto de la distribución política. En cada mirada se articulan el espacio y el lenguaje, es decir, lo visible y lo decible. Pero lo visible no son las cosas mismas en su exposición ingenua, no es la forma cándida de los elementos manifestados en su mero darse sin fines, sino aquello que se deja (y se puede) ver desde un determinado emplazamiento (no es lo mismo lo que ve un rey a lo que ve su súbdito). El lugar a ocupar condiciona la posibilidad de acceder a un determinado “visible”, a uno y no a otro. Lo visible responde a la lógica de una distribución de emplazamientos desde los que se hace ver o se oculta, se hace decir o callar, se abre o se cierra. Esa tal cual cosa que se ve, y el modo en que se la ve, es la consecuencia de una distribución jerárquica de emplazamientos que suponen perspectivas formalizadas, luces y  sombras, ocultamientos e iluminaciones, lejanías y proximidades. Lo visible se construye como tal sobre determinadas condiciones políticas de posibilidad, sobre una superficie de consistencia que revela ciertos aspectos descartando u opacando otros. Lo que se ve no es el resultado de una aparición inmotivada del mundo, es lo que se incluye en el marco del dispositivo hermenéutico que regula a la mirada en la distribución de emplazamientos y perspectivas. Por su parte, lo decible, lo que se puede decir de las cosas (vistas), nada tiene que ver con esas cosas mismas, sino que permanece interior a los juegos del lenguaje, exterior allí a la luz y a sus regímenes de visibilidad. ¿En qué punto entonces una mirada hecha imagen es capaz de articular esos dos campos, lo visible y lo decible, en una idea de Verdad?

En el fondo, en cierto sentido, y aunque esto no se diga jamás en el texto, El nacimiento de la clínica[1], de Michel Foucault, traza las coordenadas del momento en que las imágenes técnicas han tenido lugar. El momento en que se dieron, finalmente, sus condiciones de aparición. Pero condiciones epistemológicas más que condiciones prácticas o tecnológicas (estas podían ya existir). Con el minucioso relato del nacimiento y la legitimación de la práctica clínica se dibuja el mapa de una situación en la que las imágenes adquieren, por vía de la positivación científica, un estatuto comprobatorio que exhorta por su manifestación concreta para un uso eficaz. El libro, curiosamente, termina en el momento histórico en que nace la fotografía. No se menciona, no se alude a esto en ningún momento, pero termina justo allí, dejando la línea tendida, cuando el espacio, el lenguaje y la muerte se articulan en torno a la mirada para hablar en los términos de una verdad (la verdad de una enfermedad, en este caso).

El texto describe la constitución del campo en el cual las imágenes técnicas, en particular la primera, la fotografía, fueron no ya solamente posibles, sino incluso exigidas. No se dice jamás, pero podría haberlo hecho y Foucault podría haber titulado a ese texto El nacimiento de las imágenes técnicas; una sola mención a la fotografía, sobre el final, hubiese bastado para redirigir el punto. De lo que se habla, sin embargo, sin alusión a la fotografía, y a través del estudio del surgimiento de las prácticas de la medicina clínica y de su legitimación, es del lapso de tiempo que va de la segunda mitad del siglo XVIII a los primeros años del siglo XIX, un lapso en el que se produce un cambio en el estatuto del lenguaje: allí, a diferencia de las condiciones anteriores, de un modo cntingente, lo visible y lo decible se articulan en el enunciado de una Verdad. Lo visto puede ser plenamente capturado por lo dicho. La palabra se vuelve transparente en relación al mundo, se tiende sobre él, lo recubre con los oropeles del lenguaje para conformar un punto veridiccionante. El médico ve, hecha un vistazo (qué es más que la vista, es tacto, es audición), y enuncia una suerte de verdad sobre la enfermedad de su paciente. No se remite ya a un cuadro nosográfico preexistente en el cual se encontraba ya clasificado todo el saber. Ahora mira y enuncia una verdad en el mismo acto. Mirar y enunciar se acuartelan en un único gesto, legítimo, comprobatorio, al fin, “verdadero”. Lo que allí se opera es una separación jerárquica entre quien ve y lo visto, entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido, entre quien tiene el saber y quien no. El enunciado de una verdad se lleva a cabo sólo desde el emplazamiento adecuado. Es incluso ese lugar ocupado en la desigualdad de las distribuciones lo que garantiza y legitima la articulación de lo visible y lo decible en un enunciado legítimo. Ahora bien, ese acto de legitimación cerrará su círculo en el estudio de los cadáveres, abriendo cuerpos para estudiarlos. Ahí, en ese punto en que el proceso de la enfermedad se detiene y en el cual puede ser estudiada en el corte inmóvil que todo lo “dice” ya sin variaciones no previstas: lo ya “dicho”, lo detenido, lo que ya no acepta otras formas, lo muerto. Allí, por tanto, con el anudamiento que da fin a esa historia, se abre la posibilidad de la imagen técnica. Y es que el  acto fotográfico, más que de otros dispositivos de imágenes, es familiar directo de la mirada anatomo-clínica de la autopsia. Con ella comparte el reclamo de ese mismo a priori histórico en el que se anudaban, como nunca lo habían hecho antes, lo decible y lo visible en el tejido arbitrario de una nueva verdad soberana. Ambos comulgan en la plenitud de un deseo de extraer una verdad apuntando directo al centro de reunión entre la luz, el lenguaje y la muerte. Si una cierta pátina recubre a la imagen fotográfica cuyo privilegio es la semejanza inagotable con la pátina que recubre de igual modo al mundo sensible, su prestigio se enarbola entonces quizás no tanto sobre la ausencia de afecciones de la máquina y su idea derivada de objetividad, sino mejor sobre la posibilidad de que el lenguaje se iguale a la luz en un enunciado verdadero desplegado desde la representación. La fotografía se hace posible estrictamente desde la eficacia de esa comunidad presupuesta entre lo visible y lo decible, al igual que la mirada de la medicina clínica. Si tanto la foto como el “vistazo” médico son capaces de arrancar una verdad del mundo, es porque el régimen de lo visible se ha vuelto por completo enunciable, porque ha quedado disponible plenamente y sin reparos a las formas del lenguaje especializado de las ciencias. Lo dicho dice una verdad sobre lo visto, y lo visto puede ser dicho como una verdad en un enunciado, captado en su integridad por una proposición. Que el régimen de la luz y el régimen del lenguaje sean por completo heterogéneos, pasa entonces a segundo plano. Esa es la condición del funcionamiento de las nuevas modalidades del saber. Las palabras se transparentan para posarse sobre las cosas, invisibles, para nombrarlas, designarlas y hacerlas entrar en el esquema clasificatorio del entendimiento totalizador. La universalidad del concepto triunfa sobre la singularidad de los seres. Las imágenes se despliegan para ser dichas en la plenitud de su presencia y de su sentido extenuado en los engranajes gramaticales del lenguaje. Es por eso y no por otra cosa que la aparición de la técnica fotográfica suponga un importante desfase con respecto a la tecnología que ya la habría hecho posible tiempo atrás: esos otros campos del saber, anteriores, no sólo no reclamaban la existencia de una imagen semejante, sino que la hacían incluso impensable. ¿Qué valor tendrían esas imágenes, qué usos, qué fines? Sin utilidad artística, y sin utilidad científica, ya que aquel fondo histórico no había erigido aún esos prestigios comprobatorios derivados del anudamiento entre lo visible y lo decible, la imagen técnica era posible pero de ningún modo, bajo ningún aspecto, pensable o viable. La posibilidad de su existencia se veía negada por un saber que no la contemplaba dentro de los posibles de su tiempo. Así, la luz y el lenguaje se trenzan en la imagen fotográfica, pero también la muerte (lo cerrado, lo ya “dicho”). La fotografía no sólo es familiar directo de la mirada clínica, sino más, y plenamente, de la mirada anatomo-clínica de la autopsia: del anudamiento entre la luz, el lenguaje y la muerte en el emplazamiento de una mirada. La verdad de la imagen fotográfica es arrancada a la detención del flujo divergente de la vida que arrinconaba a la mirada contra las cuerdas de lo irresoluble.

 

Austerlitz, Sergei Losnitza

En la mirada, como efecto de una distribución asimétrica de emplazamientos, se articulan entonces el espacio, el lenguaje y la muerte. Espacios reticulados entre visibilidades e invisibilidades, ocultamientos y desocultamientos. Lenguaje especializado que se acerca al espacio y a las cosas que lo pueblan para capturarlos plenamente en un marco discursivo. Muerte que en cierto sentido es la detención del pensamiento en el enunciado de una verdad hegemónica que no deja lugar a otros posibles igualmente válidos. Por lo tanto, si en la mirada se articulan esos aspectos, será en la imagen, como producto o representación del mirar, donde pueda desocultarse la distribución política que se dibuja en la mirada.

 

Política del marco, o marco político[2]

El marco de una imagen es su misma condición política. A su vez, lo político es la condición de existencia del marco de la imagen. La política de la imagen no se instala tanto en lo que representa o en las fábulas que cuenta, sino en cambio en las operaciones enunciativas llevadas cabo en una oscilación entre el adentro y el afuera del marco.

Lo político es la superficie de consistencia sobre la cual se efectúa, a voluntad o no, eso es indistinto, la puesta en funcionamiento del marco (el marco se relaciona mas con el emplazamiento que con los deseos del sujeto). Es decir, la decisión compositiva sobre el trazado de los límites, la separación jerárquica entre lo mostrado y lo no mostrado, y la función del límite mismo como tal: la puesta en evidencia de su ineludible parcialidad perspectiva o su reposo en el suspenso de las fascinaciones totalizadoras. La fantasía de la imagen, el sueño culposo de la representación en Occidente, ha sido marcado por el afán colonialista de totalización: una representación que lo contenga todo, una en la que el mundo pueda caber sin resistencias ni omisiones, es decir, sin afuera, sin límites ni marco.

(En cierta medida, el cine de corte clásico -como parte del linaje de las imágenes técnicas desde la fotografía- es la culminación -que no el fin- del proyecto de representación totalizadora de Occidente. Alcanzar una imagen que dé cuentas plenamente del mundo, que tome su lugar incluso. Sin fisuras, sin grietas, sin resquicios, sin resto. Todo podría estar contenido allí, el mundo y su idea. No habría afuera, no habría exterioridad. Lo que no entrase en el régimen de la representación total sería negado-borrado o subsumido. El problema, para el cine clásico de vocación totalizadora, fue que ese sueño de la representación total se cumplió en la maquinaria nazi)

En el cine narrativo de corte clásico, como espectadorxs, la primera identificación en la que la imagen nos involucra, no es la identificación empática con los personajes de la fábula, sino otra identificación mas radical y desapercibida que se produce en la sincronía con la perspectiva de la mirada. Es decir, con su lugar político, con una determinada ideología que sirve de soporte a las imágenes y que define sus modos de manifestación. Indentificándonos con esa mirada invisible, y sin necesidad de llevarlo al plano de la conciencia, entramos en sincronía con la fuerza política que empuja a las imágenes y a las fábulas. El marco que enmarca a las imágenes enmarca también nuestra mirada y nos involucra en su misma perspectiva, haciéndonos “cómplices” involuntarios de una idea de mundo ajena, asumiéndola como propia. El marco de la imagen se hace uno con el marco de nuestra mirada y superpone engañosamente los emplazamientos, creemos ocupar otro sitio y tener derecho y acceso a otras visibilidades. La sincronía de las miradas es el desastre de la imagen.

Ahora bien, si el marco evidencia su función en la imagen, el juego de la representación se transfigura. Tematizar el marco -activarlo- en la misma imagen implica, por un lado, desocultar la parcialidad de la perspectiva, y, por el otro, dejar al descubierto el inacabamiento inherente a toda imagen. La perspectiva y lo inacabado dejan a la imagen a la intemperie del sentido: el tema ya no es estrictamente lo mostrado, sino el modo a través del cual el marco señala a un rasgo organizador que permanece ausente. Perspectiva e inacabamiento son parte de un mismo movimiento (des)organizador, porque sólo es posible la parcialidad de una perspectiva la imagen debe asumir su potencia de inacabamiento. Así, activar el marco es mostrar los hilos de la representación y desnudar la pregunta sobre qué fuerzas políticas actúan en las imágenes y cómo lo hacen. ¿Desde dónde se mira y qué tipo de vínculo se representa? ¿Qué es lo que se hace (deja) ver y por qué? ¿Por qué esa mirada asume el rol de acción veridiccionante, de acto comprobatorio? ¿Qué pasa con las otras miradas, con la diversidad, con el perspectivismo, con la multiplicidad, con la fragmentación, con lo no visto, con lo no oído? ¿Qué pasa más allá del límite de la imagen, fuera del marco? Y ¿qué pasa mas acá del marco, acá donde estoy yo, en este lugar, en este emplazamiento?, ¿en qué tipo de funciones me involucro? ¿Dónde está puesta mi mirada?

Activar el marco, convertirlo en parte de la imagen, implica entonces poner a circular la mirada, descentrarla, multiplicarla. Tal acto de desincronización es eminentemente autorreflexivo: la imagen, en la tenacidad de un repliegue cercano a la renuncia, se tematiza a sí misma para verse reposando ante sus límites, acariciándolos incluso. La imagen detiene por un instante su movimiento de captura, reposa y se mira mirando. Alcanza el límite de su materia para convertirlo en acceso. Lo que mira y señala es el “afuera”, no ya un mero “fuera de campo”, sino la pura exterioridad del pensamiento.

 

 

Descripición y contenido del curso, aquí

Politicas-de-la-mirada-KM111

 

[1]      El nacimiento de la clínica, Michel Foucaul, 1963, Buenos Aires, siglo veintiuno editores.

[2]      Ver, al respecto, el texto “La tortura y la ética en la fotografía” de Judith Buttler publicado en Kilómetro 111 No. 12/Historia Política.

 

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