ESTRENO en Kilómetro 111.
Apuntes para La piba de oro, de Toia Bonino y Marcos Joubert (2021)
Cine-testigo.
La dimensión de escucha en los audiovisuales de Toia Bonino
por Maia Navas
Manteles (2007 – videomonocanal) inicia una arqueología de objetos afectivos; trama que se continúa en Orione (2017), La sangre en el ojo (2020) y Apuntes para la piba de oro (2020). Una servilleta, vestigio del pasado como resto amoroso que conserva Ana, madre de Ale, a partir de la que se despliegan testimonios narrados que giran en torno al asesinato de su hijo por la policía.
¿Cómo testimoniar la vida de un hijo muerto? Se trata de una condición del testimonio a la cual ningún archivo puede dar respuesta ya que se testimonia desde el interior de una vida.[1] La propia testigo carece de distancia respecto a los acontecimientos, es una herida en el cuerpo.
Toia construye retratos testimoniales polifónicos y para ello se sumerge en el mundo del barrio Don Orione donde entabla vínculos con sus habitantes. Es testigo cercana y extraña a lo que testimonia, condición necesaria para hacer ver a través de la construcción de una mirada no acostumbrada. Hace quince años transita el barrio vinculándose con la familia de Ale (Orione) y Leo (La sangre en el ojo), de esta forma se vuelve cómplice del suceder mismo. Volver esta experiencia de vecindad una obra audiovisual supone entablar un juego de miradas donde la testigo no es solo quien mira sino también alguien que se figura ser mirado.[2] Se trata de una mirada doble que mira el suceder y se mira mirar y que logra a su vez construir al espectador como testigo.
Expandiendo el enunciado de A. Prost[3] podríamos pensar que las preguntas de Toia construyen la trama, ya que son las herramientas que recortan el universo ilimitado de hechos y documentos posibles. Se eligen algunos hilos de una urdimbre infinita de relatos posibles. De esta forma el estilo documental que construye Toia logra, al igual que en la literatura, mejorar la calidad de las preguntas, como menciona María Negroni.[4] Parece subrayar que nada es documento, aunque cualquier residuo del pasado pueda ser potencialmente una huella, como en el caso de los manteles y servilletas.
Por otro lado, las imágenes que vemos suspenden los límites entre realidad y reconstrucción. Se aleja de la prueba documental por medio de las formas de representación que elige. Evade de este modo el documento como phármakon, veneno o remedio para el testimonio. Es más bien un corrimiento hacia la construcción de una obra testimonial que se basa en el arte de combinar fragmentos heterogéneos para dar a ver historias con una forma no vista aún, de un modo no pensado hasta ese momento.
Orione, La sangre en el ojo y Apuntes para la piba de oro tienen como materia prima la conversación como práctica cotidiana de la cual surge el testimonio. Son memorias declaradas que restituyen rasgos a los acontecimientos vividos. Voces que se afirman en la primera persona del singular, el tiempo pasado del verbo y la mención del allí respecto del aquí, uniéndose a su vez entre sí y con toda la historia de una vida. Esta autodesignación hace aflorar la opacidad inextricable de la historia personal, que a su vez estuvo metida en otras historias.[5] Se inscribe en un intercambio que instaura una situación dialogal en la cual quien testimonia pide ser creído.
Narrar una historia significa, como sabía Agustín,[6] “recorrer los meandros de la memoria, afrontar barrancas, oscuridad, paradojas, destellos de luz: significa descubrirse ‘sin término’, una ‘multitud infinita’ y por ello literalmente indecible”. Significa, de hecho “testimoniar lo inexpresable. Es el testimonio el que testimonia lo intestimoniable”.[7]
Pensar el gesto de la reconstrucción (Orione y La sangre en el ojo) es elegir las memorias como urdimbre e ir por fragmentos y fabulación. Este mecanismo es afín a concebir que la memoria nunca es total; es siempre hecho que habla de un acontecimiento que ficcionaliza un punto de vista. Es parte de verdad que se afirma como prueba de vida ya que tiene un compromiso con una marca de verdad en su cuerpo. No se trata de una verdad ontológica sino personal, en la cual el sentido debe re-crearse a partir de la reconstrucción.
El testimonio, como modo de enunciación, posee sus propias figuras retóricas, el quiasmo y repetición debido a que en él se extingue la referencialidad del lenguaje.[8] El testigo atestigua sobre un acontecimiento inaccesible en términos de realidad ontológica. Son por lo tanto enunciados sobre enunciados que organizan sus elementos de diferentes formas dando lugar a la emergencia de la diferencia por la iteración.
Orione y La sangre en el ojo logran sostener las verdades como algo siempre pendiente e invisible a través de una construcción quiasmática. Por medio de la repetición de testimonios que ofrecen puntos de vista en los que se reconstruyen otras historias posibles, no oficiales y disfuncionales a los medios de comunicación.
Manteles (2007)
Ni víctimas ni vengadores el cine-testigo de Toia se ubica en relación de vecindad con vidas que decide atestiguar. Apunta lo que escucha y mira con ojos inmediatos. Detalles de cicatrices, un dónde y cómo pero evitando el porqué. De esta forma los fundamentos quedan desplazados de verdades absolutas, evitando el principio de contradicción aristotélico, asumiendo tensiones paradojales. Fragmentos amorosos y violentos conviven en capas simultáneas. Este modo representacional sostiene una sensación de ambivalencia que mantiene vivos los relatos.
El conjunto de testimonios y huellas que logra reunir en ambas películas destroza la falsa unidad de la representación estereotipada de la delincuencia, construyendo sensaciones de una total e irrenunciable singularidad. El gesto parece mostrar que si la dialéctica une los contrarios para superarlos, ésta podría también ser puesta en estado de detención.[9] Así lograr sostener la fuerza que une las diferencias de constelaciones irresueltas, donde la tensión entre los opuestos es máxima. Mantienen lo que P. Ricoeur menciona como verdad tensional. Sensaciones que se extraen de percepciones que mantienen una copula de tensión que no permite decantar por el sí o el no, el es o no es.
¿Cómo testimoniar la muerte si ésta, como escribe Levinas, ha puesto en jaque a toda filosofía y a todo pensamiento? Si, como menciona Kankélévitch, “pensar la muerte es, de hecho, no pensar”.[10] Sin intentar afirmar un modo único o posible, podríamos imaginar que el registro audiovisual puede ser umbral, o membrana porosa en donde se alojen afectos irreconciliables, recordando que “solo lo imposible nos da acceso a la verdad”.[11]
Bala, cicatriz, y arma que apunta al espectador, son gestos intersticiales que constituyen la trama incómoda de Orione y de La sangre en el ojo. Esta última aloja el odio como “la fuerza que quizás puede raer fronteras, volverlas porosas, una sacudida que modifique y quizás redima de modo absoluto el verdadero mal: la opaca indiferencia del no – bien”.[12] Sacar a las cosas de su quietud a través del odio. Arrojarse a ciertos límites del vínculo con un otro y testimoniar sus riesgos y vicisitudes. El cine-testigo cumple así su función de agrietar el mundo convirtiendo a les espectadores en testigos de lo escuchado y dotar de una ilusión de supervivencia a lo relatado.
El montaje cose por fragmentos el horror que rodea la muerte y un presente viviente como indecibles. Donde la verdad se suspende en la discontinuidad de tiempos y espacios rompiendo toda idea de totalidad, habitando una fisura que se entrega a las memorias. Una urdimbre de historias cuyas voces se sostienen entre sí con otras voces, evitando perderse en el detrás, la nada y el caos.
La unión de capas disímiles, desconocidas, fragmentos amorosos y violentos de un mundo hostil no exento de ternura y cuidado. Este entramado de sensaciones contradictorias se ofrece como afirmación inconclusa, como resto ardiente, que no se deja tocar. Donde las distancias entre fragmentos fortalecen las perspectivas de órdenes nuevos desconocidos.
Hacer películas-testigo implica guardar las historias y custodiarlas, inclusive sus silencios. Protegerlas de su conversión en retóricas comunicacionales cómplices del afianzamiento de representaciones que abisman aún más las clases sociales.
En Apuntes para la piba de oro la forma audiovisual que se elige es más afín a un diario de conversaciones compartidas entre Marcos y Toia, donde el modo de enunciación pareciese borrar toda ficción. Si bien el diario tiene implícita la condición del secreto, pervertirlo al hacerse público supone un diálogo abierto. No busca ninguna verdad; la verdad está garantizada porque se comparte lo vivido en la experiencia del encierro como testigo. La cámara del celular se presenta como la membrana que absorbe la realidad. Testimoniar los días que transcurren en el encierro supone un otro que testifica y con ello construye a partir de la escucha.
El modo retórico que poseen estas obras no puede sino generar sorpresa desde el rechazo de ciertos enunciados que increpan a les espectadores, lo cual moviliza el pensamiento. No es un lugar cómodo, ya que mirar es volverse cómplice. Hay una cierta desorientación de las habituales reglas del documental clásico donde los testimonios se pueden clasificar más fácilmente en claustros morales o políticamente correctos. Aquí en cambio se presentan varias facetas de los hablantes, que configuran complejidades inacabadas aportando a la construcción de un retrato que se percibe por ello de manera más cercana. El lugar en el que sitúa al espectador, en analogía con la literatura[13] no es el de un consumidor pasivo sino más relacionado al de una praxis.
Por otro lado, siguiendo Étienne Souriau[14] para quien crear es testimoniar, podríamos aventurarnos a nombrar a Toia testigo-abogada, cuya tarea es hacer ver-oír lo que tuvo el privilegio de presenciar en la experiencia marcada por intensidades, de la cual emerge la necesidad de testimoniar. Se trata de un gesto entre el ver y el hacer ver; ser partícipe de acontecimientos en el que el modo de existencia cambia o se amplia, aumentando su realidad. Toia se vincula con mundos frágiles y lo que Souriau denomina “existencias menores”. Éstas pasan por un proceso de intensificación de experimentaciones no exentas de fracasos hasta encontrar el punto de vista que le es propio y adoptar una conversión de la mirada.
Portar existencias, hacer causa común con ellas, a condición de oír sus reivindicaciones, como si ellas reclamaran ser amplificadas, agrandadas, vueltas más reales. Oír esas reivindicaciones, ver en esas existencias lo que tienen de inacabadas, es tomar partido por ellas. Es entrar en el punto de vista de una manera de existir, no solamente para ver por donde ella ve, sino para hacerla existir de otro modo, conquistar más realidad, existiendo a través de ellxs como testigo. Devenir real es devenir legítimo, es ver su existencia corroborada, consolidada, sostenida en su ser mismo. Se sabe bien que el medio más seguro de socavar una existencia, es hacer como si ella no tuviera ninguna realidad. Ni siquiera tomarse el trabajo de negar, solo ignorar. Hacer existir es siempre hacer existir contra una ignorancia o un menosprecio.[15] Jamás se aparece solo, se trata de una relación entre el hacer existir y que esa existencia haga existir a su testigo-creadora.
La sangre en el ojo (2020)
Cine-Escucha
La escucha es la condición de la obra de arte como testimonio. Desde la perspectiva decolonial podemos pensar –contra la estética situándonos en la aesthesis de un tiempo relacional–[16] que se actualiza al hablar, lo cual permite escuchar voces silenciadas producto de las condiciones de desigualdad que imponen los límites territoriales, cartográficos, teológico políticos y de género. La mirada y la escucha de la realizadora se ubican en lugares donde hace posible oír voces que habitualmente son inadvertidas. Se enfrenta a la separación de los tiempos para la dominación impuesta por el colonialismo moderno y la instauración de un tiempo lineal. Estas obras logran conectar restos de historias, memorias y testimonios que constituyen uniones no lineales, que convocan movimientos y figuras de tiempo diferentes a las convencionales, a través del uso del testimonio y el archivo audiovisual.
Estas obras alojan voces minoritarias que, por su localización en los bordes del centro, resultan inaudibles o adquieren formas discursivamente reduccionistas en otros discursos audiovisuales. Se trata entonces de ofrecer contra-gestos que subviertan las líneas trazadas por las cartografías del territorio que demarcan los regímenes políticos de visibilidad y audibilidad hegemónicos.
Bonino, en Orione (2017), convoca, desde el archivo en video familiar, otro tiempo pasado en el que se muestran imágenes distintas a las típicas representaciones sociales de la delincuencia argentina, las cuales contribuyen a la construcción de la figura de Ale con facetas no conocidas. De esta manera se ofrece al espectador la posibilidad de ensanchar lo pensable, mediante la incorporación de fragmentos de cotidianeidad, en torno a una problemática que, en la construcción de los medios de comunicación, resulta simplista y estigmatizante. El uso del material de archivo logra convocar la voz de Ale, dando lugar a otros aspectos afectivos de un nombre que deja de ser solo nombrado como titular policial. Estamos aquí frente a un tiempo cuya lógica trae fragmentos del pasado para ubicar en el presente un resto de imagen y voz que compone otras representaciones posibles del protagonista. Sumado a esto la narración de su madre Ana en presente, hacen de la configuración temporal un entramado de tiempos que van del presente al pasado, del pasado al presente y la incorporación del futuro desde la figura del hijo de Ale, quien encarna la esperanza de un porvenir.
El gesto de la escucha del testimonio es, siguiendo a Arfuch,[17] una ética que restaura el circuito de la interlocución silenciado, permite asumir la escucha con toda su carga significante en términos de responsabilidad por el otro y de apertura de la hospitalidad en la escucha, como imperativo ético.
Podríamos distinguir que la escucha puesta en juego no se encuentra del lado de la extracción de información, propio de los medios masivos de comunicación. La realizadora establece una relación de cercanía con quienes hablan, donde el registro de la escucha permite ir construyendo un retrato polifónico que se desarrolla durante varios años. De esta forma sostenida en el tiempo de un vínculo, da lugar a otro tipo de material, que contra las construcciones simplistas, clichés y estereotipos, irrumpe de manera amorosa para testimoniar una herida como prueba de vida.
Mirar sin interpretar, sin decir, es un ejercicio difícil, más bien imposible.
Toia nos adentra en la contemplación a través de la visión y escucha de un contexto lejano-cercano no conocido vivencialmente, o solo conocido a través titulares estigmatizantes.
Se trata entonces de escuchar para volver a nombrar o no poder nombrar. Mantener encendido lo inexplicable que es una vida para otra vida. Retratos que se construyen dialógicamente reservando a las presencias su dimensión de misterio. Donde lo misterioso no puede ser analizado, sino solamente presenciado. La identidad no como fijeza sino pura complejidad de la indefinición.
Siguiendo con la impronta de P. Ricoeur[18] podemos advertir que existe una narrativa cercana a la experiencia, como inscripción, traza, huella que delinea un espacio ético. Se trata de una escucha atenta a las vacilaciones, los sobresaltos, los silencios que logra dar hospitalidad y visibilidad a una palabra que desafía las diversas formas, pasadas y presentes, de desaparición. El devenir vital[19] hace que la identidad narrativa se conciba como una trayectoria que se despliega en la temporalidad del relato, donde la puesta en forma de la trama es también una puesta en sentido. Ello explica por qué la memoria social e individual no dejan de producir obras artísticas de todo tipo que buscan entender: no hay identidad narrativa sin intelección (racional y emocional) del pasado y el presente.[20]
Este cine de la escucha podría tener la imagen de una oreja gigante (ideograma chino) para representar un sabio al que Chantall Maillard[21] hace alusión por su capacidad de atemperarse, reducir su tiempo, aquietarse. Mantenerse en la escucha fuera del concepto. Escuchar no es un estado permanente; es una actitud, aquietarse lo suficiente. Escucharnos a nosotros y a les otres, a las cosas sucediendo.
Orione (2017)
Fracturas audiovisuales decoloniales
Descolonizar el imaginario audiovisual para narrar desde el encierro implica la construcción de nuevas sensibilidades que se sitúen contra el saber de la institución cinematográfica moderna y sus estándares de calidad. Apuntes para la piba de oro (2021) es una apuesta a la estética low tech con dispositivos construidos artesanalmente por Marcos, su protagonista. Con un acentuado develamiento de la precariedad de la puesta en escena y la imagen pobre, cuya potencia es la hazaña de hacer posible el registro. El conjunto de estos elementos sumado al modo de enunciación, vislumbra una retórica marginal periférica respecto al cine, más afín a la estética del video como narración en primera persona. Descolonizando el conocimiento del saber hacer cinematográfico para volverlo posible en el encierro. Estas cualidades desobedientes apuestan a hacer oír voces de subjetividades subalternizadas, historias silenciadas, las cuales se ven acentuadas en Apuntes para la piba de oro (2021) respecto a las dos primeras películas.
Construir procesos de desprendimiento de la colonialidad moderna del poder, en este caso de la institución cine, requiere un asentamiento epistemológico diferente que W. Mignolo,[22] convocando a Dussel y Grosfoguel respectivamente, denomina como “geo y corpo-política del conocimiento y entendimiento”. Ambas son epistemologías de la exterioridad y de las fronteras. Pero no se trata de un afuera del capitalismo y la modernidad, inexistentes, sino un afuera conceptual creado por la misma retórica de la modernidad, refiriéndose a todo aquello que debe ser conquistado o eliminado. Retomar esos desechos y ponerlos a funcionar constituye parte del dispositivo que construyen Marcos y Toia. Estos gestos pueden concebirse dentro de la geo-política del conocimiento que reivindica el pensar indisciplinado por las disciplinas de la modernidad entre las cuales podríamos situar los saberes que constituyen la matriz perceptiva cinematográfica y el imaginario audiovisual. Se trata de pensar haciendo extensivo lo que sucede en la literatura con perspectiva postcolonial,[23] si existe y de qué forma un entre-lugar del discurso latinoamericano en el cine y video.
Toia me cuenta que junto a Marcos preparan una especie de diccionario tumbero recopilando palabras que denominan herramientas fabricadas en la cárcel para lidiar con el control y la convivencia. Un vocabulario que se fabula a partir de la unión de elementos disímiles, reutilizados, reciclados, que adquieren formas curiosas en su rusticidad. Varios de ellos se utilizan para hacer posible la tarea de filmar en el encierro. Es así que un trípode puede ser una plancha de cartón con cortes que permitan sujetarlo de un parlante, mientras un espejo colgado configura un retrato dentro de la escena del protagonista. Elementos que sirven para arreglárselas con los ángulos y las herramientas que ofrece el celular.
Un montaje que va delineándose a merced de accidentes cotidianos: cortes de luz, falta de intimidad, espacio reducido para moverse, filmarse a sí mismo, imposibilidad de verse presencialmente, tiempos diferidos de las conversaciones por whatsapp. Todo eso hace de la interrupción un elemento presente. Dinámica que nos adentra en los tiempos del diálogo, en las vicisitudes de los encuentros y desencuentros del entramado vincular entre Toia y Marcos. Tomarse en serio el tiempo, es decir al otro. Claridad en la imposibilidad de reducirlo a un atributo, idear las imágenes como proceso en el vínculo. ¿Cuál es la distancia adecuada? ¿Cómo dar a ver y escuchar su misterio? Hacer películas desde la idea de conversación, no de entrevista. Un despliegue temporal del encuentro con el otro. Un “voy a ver que aparece”, desconocer ante todo. Pensar las cosas desde su despliegue temporal y afectivo.
Entre la cultura marginal y la antropofagia de los modos modernos de enunciación cinematográfica, las obras aquí analizadas tienen el logro de no intentar universalizar la experiencia del estar preso. Hacerlo sería caer en la misma lógica en la cual está atrapado el fundamentalismo y la creencia de que cada espacio de experiencia y horizonte de expectativas singulares son beneficiosos para todxs. Tampoco se trata de un relativismo del “dejar a cada unx tranquilo en su lugar”. Quizá se trate de insinuar otras formas de vincularse con el otrx, de construcción del diálogo, una amistad capaz de testimoniar experiencias no burguesas e intelectuales, conocimientos diferentes necesarios para lograrlo, que suponen imaginaciones e invenciones que provengan de cuerpos que habitan espacios al margen de los centros.
La imagen se presenta como relación entre dos personas que ponen en juego la pregunta: ¿quién, y cómo, filma a quién? Si bien ésta no supone una respuesta unívoca y resuelta es más bien una tensión ética sobre la cual se erige el planteamiento de estas obras. Se trata de lo que Galuppo[24] describe como entridad, un “estar entre”, como una promesa de cercanía, un gesto que intenta ubicarse cerca de las personas y no sobre ellas.
Las tres obras logran un modo de existencia en su concreción un poco desviada de lo políticamente correcto y con aristas éticas que sugieren interrogantes. Allí radica su potencia: oponer al concepto y representación las formas habituales de retratar lo otro-diferente, la presencia y lo sensible, también en su dimensión de violencia.
A diferencia de los caminos usuales que supone el hacer una película, sus lógicas de estrenos y circuitos de proyección, el modo de exhibición y circulación de estos materiales son no del todo convencionales ya que se van mostrando en diferentes versiones que constituyen fragmentos de un largometraje.
El cine de Toia tiene la potencia de las cosas imperfectas, dejan algo por resolver en otro tiempo. Preguntas incómodas, saberes inconclusos, sensaciones ambivalentes que provoca lo que está violentamente vivo.
[1] Primo Levi en Ricœur, Paul (2000). La memoria, la historia, el olvido. Buenos Aires, FCE.
[2] Rella, Franco (2010). Desde el exilio. La creación artística como testimonio. Buenos Aires La cebra.
[3] Ricœur, Paul, op cit.
[4] Negroni, María (2012). Pequeño mundo ilustrado. Buenos Aires, Caja negra.
[5] Ricœur, Paul, op cit.
[6] Rella, op. cit. p. 89.
[7] Ibid. p. 35.
[8] Merleau-Ponty, Maurice (2010). Lo visible y lo invisible. Buenos Aires, Nueva Visión; y Ricœur, Paul, op cit.
[9] Rella, op. cit.
[10] Ibid, p. 19.
[11] Simone Weill, en ibid., p.36.
[12] Ibid., p. 41.
[13] R. Barthes, en Silviano, Santiago, (2000) [1971]. “El entrelugar en el discurso latinoamericano”. Adriana Amante y Florencia Garramuño (eds.), Absurdo Brasil. Polémicas en la cultura brasileña. Buenos Aires, Biblos.
[14] En Lapoujade, David (2018). Las existencias menores. Buenos Aires, Cactus.
[15] Ibid.
[16] Vazquez. R, Barrera. M (2015). “Aesthesis decolonial y los tiempos relacionales”. Entrevista a Rolando Vázquez.
[17] Arfuch, L. (2018). La vida narrada: memoria, subjetividad y política. Villa María, Eduvim.
[18] Ibid., p.66.
[19] Ricœur, P., op cit.
[20] Arfuch, L, op. ct.
[21]Maillard, C. (2009). Contra el arte y otras imposturas. Valencia, Pre-Textos.
[22]Mignolo, W. (2008), Desobediencia epistémica. Buenos Aires, Del Signo.
[23] Silvano, op. cit.
[24] Galuppo, Gustavo. (2014). El cine como promesa. Buenos Aires, Sans soleil.
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