Sobre Breve historia del planeta verde (Santiago Loza, 2019)
por Mariano Dagatti
Envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero…
Simone de Beauvoir, sobre Simone Weil
Breve historia… es el onceavo film del cineasta, dramaturgo y escritor cordobés Santiago Loza. Surgido de la experiencia de un taller en el pabellón trans de la cárcel de Ezeiza, tuvo su estreno mundial en la Berlinale 2019, donde ganó el Premio Teddy a la Mejor Película de temática queer. Como su título sugiere, el relato –una suerte de odisea trina y pedestre entre bosques y rutas australes– orilla la fábula. Tania es una trans que hace shows en las discos de Buenos Aires; de Pedro nada sabemos, salvo que le gusta bailar; acaso Daniela vive el duelo de una separación. La cotidianidad es una jaula urbana que la de que nadie sabe escapar.
Pero el teléfono suena y Tania atiende. Cuando recibe la noticia de la muerte de su abuela, el trío regresa a la Patagonia de la infancia. Allí reciben un legado tan ineludible como inusual: trasladar a un violáceo extraterrestre moribundo –al que la mujer había encontrado, adoptado y criado durante sus últimos años– al lugar donde apareció por primera vez. El propósito: darle sepultura. Bajo el cielo fueguino recortado por las últimas estribaciones de la cordillera, se inicia entonces un viaje adentro del viaje, un cortejo fúnebre, una road-movie a pie, en la que no faltan ni las remisiones pop ni las dimensiones trágicas. Con su humanismo deliberado y su didactismo tácito, la fábula se vuelve diáfana: los diferentes merecen la aventura y se aferran a ella como a un salvavidas.
Loza definió su film más reciente como “una consecuencia normal” de aquellas búsquedas estéticas que había comenzado con Extraño (2003), su primer largometraje. ¿Cuáles son esas búsquedas? Difícil decirlo, porque cada nuevo film escapa al horizonte que había trazado el precedente. Colocarlos en serie parece temerario: ¿cómo es posible decir que es el mismo cineasta el que filmó Malambo y Breve historia…, el que filmó Los labios y El asombro, o La Paz y Ártico? Con una filmografía inusualmente abundante en el contexto del cine argentino contemporáneo, el cine de Loza se sustrae a definir una zona, una marca autoral tramada por repeticiones y redundancias. Su estilo es, en todo caso, una digresión o una duda que insiste. Nadie parece más renuente a volverse un adjetivo: ¿se puede –se podrá, en todo caso– decir de algún cineasta por venir que es “loziano”?
El cine de Loza es mínimo, mutante, experimental. Cada nueva película es una prueba de método, un ensayo, una incursión: su cine avanza sobre ciertos territorios y regresa, como si explorara las posibilidades a su alrededor. No hay un camino recto, una obsesión, una fijación. Transita caminos laterales, intenta formas diferentes en cada film. Gracia –y no gravedad– es el ánimo que envuelve sus películas, incluso aquellas que no conforman lo mejor de su obra. Loza mantiene con sus historias y sus personajes una relación adorable, discreta, amorosa, pícara. Sucede que solo algunas de sus películas alcanzan la cima de su talento y condensan por un instante lo que por lo general aparece desperdigado. Si en Breve historia… Loza consigue la combinación más perfecta con su tema, es porque esa mirada extraña que es la del arte es también la de sus personajes. Un extrañamiento generoso.
Breve historia del planeta verde
El ángel que nos guarda
Esa esquirla clavada en el costado
del ángel que nos guarda.
Mercedes Roffé, Las linternas flotantes
“Volver a mirar todo por primera vez”: ese –afirma Loza– es el sentido de su cine. “A mí el cine me sirve para volver a pensar las cosas, volver a intentar esa primera mirada sin juicio, sin opinión, que es la primera mirada de la mañana, de los que recién nacen.” Su film más reciente transforma esta aserción en relato y forma: comparte con el trío protagonista “la justicia poética de poder ver algo por primera vez”.
La fábula en Breve Historia… –esa crítica de las costumbres y de los vicios locales, pero también de las características universales de la naturaleza humana– es menos un marco de verosimilitud que una percepción compartida: el film no funda su verdad en el género, sino que ofrece a los espectadores, a través de los personajes, una razón fabulosa, extrañada del mundo. La fábula es trabajada por el lenguaje del cine y demanda un contrato particular, audiovisual, con el espectador al que llega: una mirada onírica, a mitad de camino entre el sueño y la vigilia, que el movimiento constante de la cámara y la presencia de la banda sonora creada por Diego Vanier acompañan. La secuencia inicial –un montaje simultáneo del amanecer solitario de los tres protagonistas, cada uno en su departamento– es de una belleza extraordinaria. Sin embargo, más relevante aún: nos indica que la atmósfera del film, sus coordenadas, escapa de las convenciones del realismo. Se pensó el relato –dice el autor– “desde el plano de lo fantástico. La película es un cuento de hadas, es como una especie de cuento para niños o niñes del futuro. Entonces lo extraordinario estaba asumido, absorbido por la propia fantasía”.
El porvenir dura demasiado
Una constante late entre las incursiones de Loza: el amor por los seres atribulados que habitan sus ficciones. Desde Extraño hasta Breve historia… sus protagonistas son personas frágiles, desgarradas, desorientadas, rotas –como el bailarín de Malambo. El hombre bueno (2018)–, expuestos a un porvenir que se avizora siempre cruel o excesivo o desangelado. No hay nadie entero en el cine de Loza. Cada uno de sus films predica sobre la fragilidad de seres que habitan mundos alienantes. Los títulos de sus películas son suficientemente explícitos en sus anfibologías y ambigüedades, no importa si hablamos de la lacónica Extraño (2003) o de la teatral Si je suis perdu, c’est pas grave (2014). Cuatro mujeres descalzas (2004) remite a un estado del espíritu (la gracia) y del clima (el verano tórrido), pero también a la fragilidad del contacto en un mundo lacerante. La Paz (2013) es un estado mental que Liso, el protagonista, apuesta a recuperar en la casa de sus padres, recién salido de una internación psiquiátrica, así como la capital boliviana, de la que proviene la empleada doméstica de la familia. Desde una perspectiva fenomenológica, Julia Kratje en “Coreografías, soledades, resonancias: Pliegues y confines de la masculinidad en el cine argentino contemporáneo”, señala que los films de Loza subrayan la figura del encuentro como resultante de una intensificación de la situación del hombre en el mundo.[1] Las ficciones de Loza habitan un mundo en estado de crisis, árido, crudo, hostil –incluso en Breve historia… donde ese planeta es fabulado– frente al que sus personajes crean una malla de contención. Momentáneas comunidades o sociedades más o menos heterogéneas en las que confluyen diferencias de clase, de raza y de géneros.
Quizás ninguna de sus películas sea tan nítida en este sentido –por sus características geográficas, por el tipo de historia narrada, por el registro indeterminado entre la ficción y el documental– como Los labios (2010), codirigida con Iván Fund y editada por su coequiper Lorena Moriconi. Premiada en el Festival de Cannes por la interpretación de sus actrices, la historia trata sobre tres médicas forasteras que llegan al norte santafesino con el fin de realizar un relevamiento sanitario y terminan comulgando dulcemente con los lugareños. La narración remeda el gesto cinematográfico que da curso al film mismo: salir al encuentro de los otros, generar espacios de comunión, devolverle al cine su dimensión mística. La frase que da título al film es reveladora y pertenece a Clarice Lispector: “Para entrar en comunión con el mundo hay que besar al leproso”.
Los labios (Santiago Loza, Iván Fund). Salir al encuentro del otro social y de clase.
Ganar el mundo
El mundo representado en los films de Loza no establece las condiciones de su representación. Hablando de White Dog de Samuel Fuller, Serge Daney decía que “el estudio del racismo no es necesariamente racista, así como el estudio del azúcar no es necesariamente dulce”[2]. El cine de Loza eleva la pregunta por el lugar del dispositivo –y del cineasta– a la hora de filmar, por la forma misma de la mirada. No se filma la violencia violentamente, ni se filma el dolor con ironía o desprecio.
Las puestas en escenas de sus primeras películas, de manera notable Cuatro mujeres descalzas, ofrecen signos de su conciencia sobre esta trampa del dispositivo respecto a su apuesta estética: no es difícil advertir un conjunto de estrategias destinadas a producir una mirada exigua, velada, como si esta fuera per se violenta, abusiva, impúdica. Velos, telas, visillos, transparencias, sombras (asombrar, esta vez en sentido pictórico). El cine como amparo.
La obra de Loza encuentra en el valor de las relaciones humanas una de sus cifras. La soledad, la indefensión, la fragilidad, la desorientación impulsan a menudo las trayectorias de sus personajes, que parecen agobiados por una carga inefable, cuya expresión se vislumbra en las ascuas de los rostros que alumbran los primeros planos. Pero no se trata de subrayar la sordidez del mundo, más bien, al contrario, de exorcizarla plano tras plano mediante un registro sensible del mundo y de los seres que lo habitan. Sucede que el cine de Loza parece habitado desde sus primeras películas por un conflicto acerca de los modos de filmar amorosamente: cómo manejar la cámara de modo que el dispositivo no violente a personajes de por sí frágiles y desamparados. Toda una ética del cineasta se juega en desarrollar una mirada grácil y agraciada, que acompañe las delicadas relaciones que se despliegan frente a ella.
La cinematografía de Loza está decididamente orientada a pensar las relaciones entre los seres humanos, y a hacerlo bajo un código específico: el del prójimo. Ninguna relación es para Loza apenas contable, calculable, matemática, económica, pragmática. Sus mundos están llenos de seres desasosegados, perdidos, dolientes, para quienes la presencia de sus compañeros, de sus amores, de sus amigos, de sus vecinos, a menudo no menos desesperados y desarraigados, se cita necesaria como mutuo reparo. Cada persona se inclina hacia otra, necesita de su presencia, como si un impulso vital uniera fragmentos de un espíritu desperdigado.
Malambo (Santiago Loza)
Piú avanti
Loza filma el desasosiego, el sufrimiento, e intenta conjurarlo estéticamente en cada ocasión en que dispone de una cámara. Pero no se trata solo de una mirada, sino también de personajes, como en Breve historia…, que muestran una voluntad sobria, una fuerza vital que les permite, si no imponerse, al menos luchar contra las fuerzas de la disolución. La fragilidad, el desasosiego no es nunca debilidad o sumisión.
También en ese sentido ejemplar Breve historia… es una fábula. El viaje de Tania, Pedro y Daniela es, y en cierto modo no es, la realidad; una ligera transfiguración envuelve la historia. Pero las reacciones ante el ET recuerdan aquellas cotidianas, ubicuas, “naturales”, ante lo diferente. Loza coloca un extraterrestre para subrayar no lo fabuloso de la fábula, sino los estigmas cotidianos de los alter. En la gacetilla de difusión del film, el cineasta escribió: “Lo que no puede ser asumido como normal, lo que está fuera del mundo socialmente aceptado, se vuelve un cuerpo extraño e incómodo. Lo ‘extraterrestre’ en la película es lo diferente, lo desplazado, lo marginal. Los tres personajes llevan un cuerpo que se relaciona al de ellos. Padece la misma extrañeza.”
La homologación entre la diferencia radical del ET y la diferencia como experiencia humana es un tour narrativo clásico cuyas conclusiones políticas distan de estar claras. En El día que la Tierra se detuvo (Robert Wise, 1951) o La guerra de los mundos (Byron Haskin, 1953)–cuyas remakes vieron la luz en el after 9/11 de la era Bush: 2008 (Scott Derrickson) y 2005 (Steven Spielberg), respectivamente–, los aliens son seres diferentes y amenazantes que respiran, con aire bélico o pacifista, la atmósfera de la Guerra de Corea (1951-1953).
A fines de los años setenta y principios de los ochenta, Spielberg dirigió dos películas clásicas sobre el tema: Encuentros cercanos del tercer tipo (1977) y E. T. (1982). En ellas los extraterrestres conducen a los hombres a una suerte de iluminación individual o colectiva. Loza cuenta en diferentes entrevistas que E. T. fue, de hecho, su película favorita de la infancia: “E.T. es el amigo especial, el raro, el diferente, quien no puede vivir en el mundo. Convierte la vida común en una experiencia diferente. El especial que precipita lo extraordinario”. Como en E. T., Encuentros cercanos… o la más reciente Inteligencia Artificial (2001), los “otros”, los diferentes, los marginales plantean en Breve historia… la pregunta por un horizonte social superador. La diferencia resultaría la cifra humanista de las comunidades por venir. “Todos somos raros”, dice uno. “No somos de ninguna especie”, confirma el otro. El espíritu de fraternidad interplanetaria gasta los ángulos cortantes de las diferencias terrícolas.
Una pueblada, sin embargo, parece indicar que la ensoñación eufórica de la diferencia tiene sus límites. La procesión de antorchas ilumina una casa en ruinas donde el trío viajante pasa la noche. Ilumina también rostros iridiscentes de expresiones indecidibles. Es un instante cinematográficamente reconocible, que Frankenstein de James Whale, Furia de Fritz Lang o The Ow-Box Incident de William Wellman han dejado en nuestras retinas: el linchamiento, el asesinato, la justicia por mano propia. (Son, por otra parte, síntomas del ascenso del fascismo: fueron filmadas en 1931, 1936, 1942). Pero sobre todo la de las antorchas es una secuencia potente, coronada por la recitación de “Piú avanti”, el poema de Almafuerte. La primera cuarteta del soneto es conocida: “No te des por vencido, ni aun vencido, no te sientas esclavo, ni aun esclavo; trémulo de pavor, piénsate bravo, y arremete feroz, ya mal herido”. (Allí, en ese instante, en su onceava película, las peripecias narradas por Loza emergen por primera vez del nivel textual para convertirse en “escenas”. La imaginación alcanza dentro del relato un instante de autonomía estética.)
Frankenstein (James Whale, 1932) La pueblada conservadora es el fin de la ensoñación eufórica de la diferencia
Stranger things
Breve historia… no subraya su imaginación sci-fi, aunque envuelva con su élan marciano la vigilia de los viajeros. Las bicicletas no vuelan, la Casa Blanca no explota, ni aparece la NASA en misión ultrasecreta. Lo extraordinario en esta fábula proviene de la imaginería religiosa, que es una presencia constante en la obra de Loza. Tania, al final –es cierto– es abducida, pero esta abducción recuerda los trazos de un ascenso o asunción religiosa.
No parece aventurado adjudicar esta impronta religiosa a un anacronismo para pensar su época. Con tanta modernidad suave y agnosticismo elegante, su mirada humanista, atravesada por la necesidad del prójimo, postula una imaginación del mundo en el que la disgregación social no es más el resultado precario de contingencias históricas que su cine pretende delicada, aunque decididamente, contrarrestar. Ese es su lugar singular en el panorama del cine argentino del siglo XXI.
Loza cuenta que ir al cine le devolvió la experiencia de la religión y, sobre todo, la de la mística, que alguna vez lloró tanto que tuvieron que sacarlo del cine en camilla. La cifra de su cine está marcada por una larga tradición humanista, que encuentra en la religión católica una de sus formas de manifestación y en las situaciones de posguerra uno de sus períodos fecundos de irrupción.
Rossellini, Pasolini, Böll, Weil: son autores que encontraron en lo divino una forma de repensar –y reanudar– los lazos humanos entre los escombros de las guerras. Loza los menciona con frecuencia en entrevistas y notas. Constituyen puntos de una trama intelectual y ética: Loza conserva en sus trazos el impulso de una vitalidad espiritual, que vislumbra una concepción tan piadosa como amorosa de sus mundos. Fuera de toda doctrina o misión, la concepción estética de Loza permite colegir la religión como un suspiro apenas perceptible de la materia, casi una forma emulsiva de la delicadeza.
Sombra sobre la tierra
“Todo hombre deberá seguir invetstigando e investigando hasta la última hora de la gran aventura de su vida, hasta el día final en que ya no arroje sombra sobre la tierra…”
Frank M. Colby
Filmar supone un modo de percibir. La cinematografía de Loza está fundada en una creencia central: siempre hay más de lo que podemos ver en la naturaleza inagotable de las personas y su realidad. Por esa razón, sus planos son persistentes, y la intensificación del plano es paralela a una concepción afectiva de los personajes.
Toda la puesta en escena se organiza en torno a la circulación de los afectos, que pueden orillar, como en Cuatro mujeres descalzas, los códigos del melodrama, o bien, como en Breve historia…, los de la aventura fabulosa. Para Loza –así se ha ocupado de contarlo– la salvación y la redención están en gestos muy concretos: una caricia, una sonrisa, una concesión, que el cine, caja de resonancia amorosa, tiene la capacidad de volver significativo. La filósofa marxista Simone Weil decía que “el bien es un hecho”: no es algo abstracto, sino algo que se hace. El amor, el odio, el dolor, la indiferencia son esbozados por el artista en la medida en que afectan a las personas en su relato.
Los personajes de Loza tratan de responder, con todas sus limitaciones, con mayor o menor grado de felicidad, por qué se levantan cada mañana, por qué hacen lo que hacen y si hay algo en lo que valga la pena creer. En Breve historia…, por primera vez, esta pregunta existencial cobra la forma de una fábula; el amanecer, la fuerza de un símbolo; la creencia, una experiencia trascendente, extraterrestre, onírica. La conciencia de la fábula hace que la aparición del extraterrestre desplace las preguntas por los orígenes, por las razones, por los efectos. Nos resulta una aceptable boutade esa materialidad plástica y violácea. Comprendemos, en cambio, que Tania, Pedro y Daniela son seres de carne y hueso. Que las relaciones personales son la necesidad trágica de la vida humana, que nunca serán del todo satisfactorias, que cada uno de nosotros pasa la mitad del tiempo buscándolas con avidez, y la otra mitad intentando alejarse de ellas. En esas simples relaciones hay innumerables matices de dulzura y angustia que configuran la trama de nuestras vidas diarias.
El talento particular de Loza consiste en su mirada sobre estas antipatías y alianzas secretas que se esconden detrás de nuestras acciones diarias, y que condicionan la felicidad e infelicidad de nuestras vidas mucho más que cualquier acontecimiento exterior. Breve historia… habla del poder de los débiles. Es un homenaje a todos los perdedores y un acto de justicia poética. Somos conscientes de la antigua, pero siempre novedosa verdad de que en el cine –como en el arte– los hechos no son nada, el sentimiento lo es todo. El cine se vuelve una expansión de la vida, y en él, ella encuentra el universo entero.
[La versión final de este texto no hubiera sido posible sin la lectura atenta y amable de Juan Maissonave, Julia Kratje, Patricio Fontana, Alfredo Grieco y Bavio y Emilio Bernini].
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