La no-reconciliación y cómo lograrla. Notas sobre el cine contemporáneo (II)

por Silvia Schwarzböck

Todo aumento de la libertad individual, cuando es producto del progreso tecnológico, siempre se parece un poco a la suerte de los caballos cuando se inventó el automóvil: ellos se liberaron de los golpes, y los cocheros, de usar el látigo, pero a partir de ese momento a los equinos les llegó, junto con la libertad, el fin de su importancia. Algo así les pasó a cineastas como Jean-Luc Godard, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, Pedro Costa o Alexander Sokurov, cuando a finales del siglo XX, mientras en Hollywood se filmaban películas cada vez más caras, ellos cultivaban el cine como una práctica amateur. En ese momento, la libertad para filmar a espaldas de la industria se había vuelto tan absoluta como insignificante la rebeldía frente a ella. La razón de esa insignificancia era que la libertad para la actitud amateur se hacía efectiva precisamente cuando a la industria ya no le interesaba lo que pudiera filmarse a sus espaldas. La negación de los cánones de la industria no tenía más el mismo carácter dialéctico que había tenido para el cine moderno.

Si la práctica amateur del cine se pone como meta el trabajo artesanal con los materiales y la elaboración del film como un objeto único, esa meta encarna el principio contrario al de la industria (la industria se basa en el principio del trabajo mecanizado y la producción en serie). Una película tiene la cualidad de única si deja que por su intermedio se trasluzca un mundo autónomo –y no un mundo que ha sido representado para que por su intermedio decante a largo plazo un estilo–. La condición para que existe la unicidad no es que el estilo se note o no se note, sino que no llegue a codificarse. Tampoco debe haber un programa, no sólo porque sus limitadas aplicaciones tienen el inconveniente de una vida corta, sino porque él mismo constituye la manera más presuntuosa de buscar una reconciliación entre el arte y la vida. Al contraponer la voluntad artística –como normatividad aun no instituida– a una realidad que no es como debiera ser, lo que se quiere es que toda la sociedad acepte vivir de acuerdo con las reglas del arte, una vez que éstas entren en vigencia. La vanguardia no soporta la separación entre arte y vida, y por eso cultiva el arte con la esperanza de que éste pueda algún día fundirse con su contrario.

Godard, Straub y Huilet, Costa o Sokurov son artistas en la debida medida en que no subordinan el cine a un estilo o a un programa, sino que lo convierten en una forma privilegiada de revelación. El cine, entendido como un dispositivo que hace posible una representación traslúcida del mundo, merece ser cultivado como un arte, es decir, como una práctica con aspiraciones de verdad. Si se lo cultiva de ese modo, el problema del cine sí puede ser el de cómo se representa en su alteridad a un mundo que no necesita de esa representación para existir –en el caso del documental– o el de cómo se crea un mundo que debe mostrar alteridad a pesar de que está siendo creado a propósito de la representación –en el caso de la ficción–.

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