por Silvia Schwarzböck
En el ensayo sobre la industria cultural, Adorno sostiene –a mi juicio, incorrectamente– que el cine es una duplicación del mundo. Si así fuera, no tendría ningún elemento que permita pensar en él como un arte. Es cierto que la transparencia que hace posible la tecnología –el realismo fotográfico– sólo puede dejar de ser un elemento retrógrado si capta algo del orden de lo no idéntico. Pero lo no idéntico, entendido como lo no racionalizado de la sociedad, no se encuentra en la sociedad, sino en la naturaleza. La naturaleza, por su parte, ya no existe: sólo puede aparecer como recuerdo en el arte. Si la naturaleza existiera todavía, Adorno habría tenido que ponderar al cine como el único arte capaz de reproducir de manera objetiva la belleza natural que las otras artes se esforzaron por imitar. Esa sí habría sido para el arte una muerte serena en circunstancias felices. Pero como el cine no puede encontrar la belleza natural en este mundo, porque no la hay, tiene entonces que exigirla, revelando su falta, de la misma manera en que lo había hecho en las otras artes el modernismo. Si en una obra de arte se ve negro –o gris–, la belleza natural corresponde a los colores, que ya no pueden verse. Si recurre a la repetición, expresa lo irrepetible. Si las relaciones entre los hombres parecen en ella relaciones entre cosas, lo que hay detrás de tanta cosificación es la verdadera humanidad –la verdadera humanidad, por su parte, no podría mostrarse, porque, como se trata de algo que nunca ha existido, sus rasgos son imposibles de imaginar–. Así opera el lenguaje negativo del arte moderno. Expresa lo que no existe y debería existir –un sujeto emancipado– como negación de lo que existe y no debería existir –un sujeto cosificado–. Lo que el público ve en la obra es lo que no debería existir pero como reclamo de lo inexistente. Lo que no existe no puede expresarse en un lenguaje positivo.
[Disponible completo en la versión en papel.]
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