Historia de un error. La legitimación estética de las series

por Silvia Schwarzböck

La serie combina la idea de número con la de totalidad. Si la serie de los números naturales es infinita, las series televisivas también podrían serlo. Sin embargo, la serie televisiva es abierta –abierta en el número de temporadas y en el número de capítulos–, pero está pensada como una totalidad. Quizá nunca se sepa de antemano, cuando se piensa como un todo la primera temporada de una serie, cuántas temporadas más tendrá. Pero la serie no es puramente abierta. En su organicidad, combina, además de la idea de número con la de totalidad, otras dos ideas: la idea de continuidad con la idea de fin. Cada temporada se planifica como un todo y se piensa en la próxima en función de la anterior: no sólo porque se toman en cuenta los índices de audiencia, sino porque todos los que trabajaron en una temporada tienen que renegociar sus contratos para la próxima. Al final de la segunda temporada de Lost muere asesinada Ana Lucía –un personaje que tenía cada vez más centralidad en la trama– porque la actriz Michelle Rodríguez (estrella de Rápido y furioso, una película de acción muy taquillera) no renovó su contrato. Pero los contratos verdaderamente relevantes, desde ya, son los de los guionistas que, junto con los productores, son los verdaderos autores de las series (de hecho, la larga huelga de guionistas que hubo en Hollywood hace unos años, para lograr el pago de derechos de autor, hizo que la mayoría de las series se interrumpieran en la preparación de sus próximas temporadas).

En realidad, por razones de extensión (el número de capítulos) y de organicidad (articulación entre las partes y el todo), una serie se concibe, se escribe, se planifica y se filma como un producto industrial. Aunque, al igual que sucedió en el momento del nacimiento del cine moderno con la relectura del cine clásico, las series son hoy leídas, por quienes las ven comparativamente superiores al cine industrial actual, desde una nueva política de los autores. Así como en la lectura retrospectiva de Cahiers du cinéma, la autoría podía ser la de un estudio (los musicales de la Metro, los policiales de la Warner) y no sólo la de un director (en el caso del cine clásico, se juzgaba como autoría la puesta en escena, no el guión), en el caso de la serie la autoría suele atribuírsele al productor (David Chase con Los Soprano, J. J. Abrams con Lost, Fringe, Alcatraz, Mathew Weiner con Mad Men), porque los guionistas son un equipo dirigido por él. Es decir, si hay autoría no hay anonimato (según el modelo medieval del arte sin autoría declarada), pero tampoco una firma colectiva (como podría ser la productora en tanto empresa). Pero la política de los autores, aplicada a una legitimación estética de las series, resultaría, como teoría, demasiado rudimentaria (de hecho, nunca fue una teoría). La industria televisiva actual no tiene nada que ver con la industria del cine en la era de los estudios, ni en sus virtudes ni en sus defectos, ni en sus obras maestras ni en sus productos intrascendentes. Pero tampoco es posible juzgar los productos de la industria del entretenimiento con los mismos criterios que se juzgaron y se juzgan las obras de arte: no valen para ella, en bloque, ni los criterios de la modernidad estética (autoría, novedad, experimentación, ruptura, vanguardia, radicalidad), ni los de la sensibilidad pop (camp, kitsch, trash, cult) ni los del posmodernismo (ironía, reescritura, intertextualidad, cita, homenaje, mezcla de géneros, anacronismo, cultura vintage), aunque todas las series tengan, combinados de modos distintos, atributos de los tres tipos. Como concepto estético, las series no entran, en bloque, más que en la lógica del pop. Son, como diría Link, objetos de culto. Productos cultos, podría agregarse, que crean cultura (cultura audiovisual) y generan sabiduría de espectador. Pero el “ser de culto”, aplicado a las series, no deja de ser una de esas categorías estéticas justicieras, por las que se reivindica algo poco prestigiado –o no debidamente bien reconocido– para hacerlo relucir, ahora sí, bajo el resplandor de nuestra mirada aguda.

[Disponible completo en la versión en papel.]

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