¿De qué modo, todavía, las imágenes pueden transformarnos?

A propósito de Salir del cine (Kilómetro 111, n° 14-15)

Por Tomás Binder

1.

Ante todo, quiero celebrar la salida de este doble número de Kilómetro 111, que creo es fiel, muy fiel, al imperativo tácito de la publicación: pensar el cine, pero sobre todo pensar el presente del cine. Donde pensar el presente del cine supone siempre pensar las tensiones, los desplazamientos, la reescrituras respecto del pasado. Esto es: pensar los desplazamientos respecto de aquellas aproximaciones a la imagen, de aquellas determinaciones de la imagen, que caracterizaron la historia de la práctica cinematográfica y del pensamiento cinematográfico. En este sentido, el presente del cine es, para Kilómetro 111, siempre inescindible de su historia. Supone siempre ir al encuentro de su historia. Lidiar con la historicidad de sus materiales. Trabajar con ellos y contra ellos.

En esto, el título del número ya lleva inscripta esta historicidad. En principio, porque salir del cine no solamente supone, en un sentido literal, el desplazamiento mediante el cual las imágenes salen de la sala cinematográfica y pasan a instalarse y exhibirse en el museo, en el white cube de la galería, en la web. Este sería, si puede llamarse así, el momento “positivo”, o “afirmativo” de esta forma contemporánea del cine. Pero salir del cine supone también, y ante todo, un momento “negativo” (y no quiero apresurarme y hablar todavía de negatividad). Salir del cine supone salir, alejarse, desmontar el modo en que tradicionalmente fueron vivenciadas las imágenes del cine. Donde la arquitectura de la sala cinematográfica, su disposición del espacio y del cuerpo del espectador, supone una fenomenología de la experiencia cinematográfica, y entonces una ontología para sus imágenes. De allí que para pensar el modo en que la contemporaneidad sale del cine haga falta definir los modos en que la modernidad habitó el cine. Esto es: hace falta pensar los modos de la cinefilia que definieron una relación con la imagen, en el cine clásico americano, pero sobre todo en las distintas modulaciones del proyecto moderno. Hace falta definir los modos en que las imágenes fueron amadas. En este sentido, el ensayo de Emilio Bernini, que abre el número, es fundamental, pero también lo es el texto de Dominique Païni al que él refiere, y del cual aquí aparece traducido un capítulo en Versiones (en la sección que llamamos versiones, que para mí es imprescindible).

La pregunta por el salir del cine es entonces una pregunta cargada de historia, allí donde se sale de una forma de la cinefilia para ingresar a otra. En este punto, me parece especialmente pertinente recordar la idea que Bernini toma de Daney respecto de la doble condición indicial del cine. Donde la experiencia del cine, sobre todo para el cine moderno en la estela de Bazin, supone, o habría supuesto, por un lado, la impresión de la huella de lo real en la imagen. Por otro, la impresión de la huella de la imagen cinematográfica en la vida del espectador. Esto es: la vida se registra en la imagen cinematográfica, y en la mediación de esta imagen informa la biografía del espectador. Una cinefilia definida en términos de inscripción y de presencia. Uno podría decir, contra Benjamin: definida en términos auráticos. En los términos de una autenticidad que se tiene a sí misma en la oscuridad y en la inmovilidad de la sala. Pues bien: esta forma de la cinefilia se habría agotado, y creo que una de las mayores virtudes de este número es plantear la pregunta respecto de una cinefilia del presente, ni clásica ni moderna. Esto es: la pregunta respecto de los modos (y la medida) en que el cine, todavía, puede transformarnos.

Respecto de la cinefilia moderna, Bernini cita también a Daney, cuando escribe que el cine “era una gigantesca máquina asocial que, paradójicamente, enseño a millones de personas a vivir con los otros, en sociedad, en el mundo”. Es decir que la autenticidad de aquella experiencia cinéfila, que en términos institucionales suponía la experiencia del cine-club y de una cierta marginalidad, habría sido una autenticidad que se definía también en los términos de una experiencia comunitaria. La impresión de la imagen en la propia vida era compartida con otros espectadores, con los cuales se participaba de una única proyección en una única función —o al menos en funciones que empezaban y terminaban para todos por igual.

Sobre este fondo, la contemporaneidad de la imagen parece imponer un doble desplazamiento. Por un lado, porque el cine hoy, o más bien las tecnologías de la imagen hoy, ya no pueden llamarse “máquinas asociales”. Esto es: no se trata ya de máquinas que nos sean ajenas, que definan las imágenes desde la oscuridad de una sala de proyección. Una sala de proyección que, como un Dios providencial, permanece siempre sin ser vista. No. Las máquinas de imágenes, como sabemos bien, hace tiempo son máquinas de uso doméstico que permiten el uso, la manipulación y la apropiación de las imágenes, cada vez con mayor facilidad. No suponen ya, o no parecen suponer ya, ningún secreto. Al contrario, como es obvio, son las máquinas con las cuales se hace la sociabilidad de las redes. Pero a la vez estas máquinas suponen una experiencia de la imagen que carece del momento aurático, del momento comunitario, que definíamos antes: como observa Juliane Rebentisch respecto de la instalación cinematográfica, la experiencia es una experiencia irreductiblemente individual. Es decir: fuera de la sala, la experiencia no está pautada institucional y arquitectónicamente como lo estaba antes, y supone por eso una temporalidad abierta, variable. Por supuesto, lo mismo puede decirse de la experiencia de la imagen en las redes, donde todos consumimos imágenes todo el tiempo, pero nunca en el mismo lugar y difícilmente al mismo tiempo.

Con lo cual hace falta plantear la pregunta respecto de la sociabilidad. En la modernidad de Daney, las máquinas asociales era la condición de una experiencia cinéfila social, comunitaria. ¿Cuál es la relación, hoy, entre máquina y sociabilidad? ¿Cuál es la relación entre máquina e imagen, entre imagen y sociabilidad, cuando las imágenes han salido y no dejan de salir del cine? ¿De qué tipo de cinefilia hablamos cuando ya no parece darse la doble impresión de que hablaba Daney?

2.

Acá habría que hablar entonces de las redes, aquel espacio en que encontramos hoy las imágenes. Después de todo, si el cine sale del cine, si la imagen sale de la sala oscura, esto sucede, ante todo, en la web. Hay que hablar de las redes, y sobre todo de la promesa de sociabilidad (y de politicidad) que enuncian. Ahora bien: se trata de una sociabilidad que tiene en la categoría de la transparencia un concepto central. Julian Assange habla obviamente de transparencia, pero también Mark Zuckerberg, que habla de una “transparencia radical” y de una “transparencia definitiva”. La idea, sabemos, es que las redes nos permite informarnos y comunicarnos sin opacidad alguna. Que nos permiten exponer los secretos del poder político, pero también exponer el propio secreto, la propia intimidad. Sobre todo, la idea es que esto sucede sin mediación alguna. Ahora bien: está sin embargo claro que la transparencia de las redes no es tal, en la medida en que siempre hay un medio y siempre hay una mediación. En esto, por otro lado, creo que este número de Kilómetro 111 nos permite abordar el problema de la transparencia, o la transparencia como problema, desde el menos dos perspectivas. Por un lado, desde una perspectiva que podemos llamar materialista. Una perspectiva que en la teoría cinematográfica encuentra una instancia fundacional en los debates de la crítica francesa en torno del mayo del 68. Por otro, desde una perspectiva que voy a llamar fenomenológica, y al interior de la cual querría pensar el proyecto de This is just to say: su relación con las redes, con la fenomenología de la sociabilidad de las redes.

En lo que respecta a la crítica materialista de la imagen, es central, obviamente, la sección de la revista dedicada a reseñas de libros de edición reciente, donde David Oubiña escribe sobre La cámara opaca, de Emiliano Jelicié, que compila los textos de la discusión francesa en torno al dispositivo. Donde Gabriel Boschi reseña, además de esa compilación, dos libros de Jean-Luis Comolli editados en los últimos años. Pues bien: lo que aquella crítica francesa criticó, y aún critica, es, sabemos, la transparencia de la imagen cinematográfica, que no sería sino la pretendida transparencia de la imagen que el liberalismo se da a sí mismo. Su pretendida naturaleza providencial. Como nos recuerda Boschi, después de Baudry, lo que esta imagen oculta es el trabajo del dispositivo: aquello que el capitalismo siempre oculta, en el fetichismo del intercambio mercantil. Un intercambio, cabría agregar, que con las redes profundiza y complejiza su relación con la imagen y el espectáculo.

En esto, la reseña de Boschi nos sirve para pensar la naturaleza de las imágenes en el medio digital de las redes. Boschi observa que la imagen digital supone la desaparición, la neutralización, de lo que Jean-Louis Comolli llama “la inscripción verdadera”, que es propia del soporte fotoquímico. ¿Qué es la inscripción verdadera? ¿Qué supone? De un lado, enfatiza Boschi, el fotoquímico supone un momento de aleatoriedad. Un momento que en lo material se asocia a los cristales de plata distribuidos aleatoriamente en cada fotograma. De otro lado, Comolli encuentra en el fotograma un momento de rigidez para el soporte fotoquímico. Donde el fotograma supone “una unidad discreta y material” sobre la cual, dado su carácter indicial, la manipulación y el control parecen imposibles. El punto es que tanto la aleatoriedad del grano como la rigidez del fotograma imponen a la imagen algo del orden de lo impensado. Algo que en principio no podría ser modelado ni controlado. Algo que Comolli asocia al inconsciente, y entonces a la libertad. “El ruido, puerta de acceso a la libertad”, escribe Boschi. Pues bien. Ni el momento de la aleatoriedad ni el momento de la rigidez sobreviven en el soporte digital. La rigidez desaparece allí donde no hay unidad material sobre la cual se imprima la huella de lo real. La aleatoriedad desaparece donde cada píxel es susceptible de ser controlado y calculado. Desaparecería entonces, con el digital, el inconsciente de la imagen.

Lo que Comolli observa respecto de la imagen digital parece adquirir una dimensión “estructural” con la circulación de las imágenes (de las imágenes digitales) en las redes. Si la transparencia criticada por Comolli es una transparencia que oculta el trabajo de su producción, habría que decir que el trabajo que las redes ocultan es, sabemos bien, el trabajo de los algoritmos que alimentan sus interfases. Esto es: el trabajo del cálculo en función de la eficiencia y de la ganancia, y de la ganancia en la eficiencia. En este punto, si la crítica de Comolli refiere al cálculo que puede digitar la materialidad misma de las imágenes, hoy los algoritmos parecen manipular menos las imágenes en sí mismas que su circulación y su recepción, y entonces los modos de su concepción. Con esto, la crítica materialista de la transparencia puede articularse con la crítica fenomenológica que mencionaba hace un rato. Una, decía, que hay que pensar en los términos de una fenomenología de lo social. Porque, en las redes, el cálculo parece estar en función de una sociabilidad propiamente contemporánea: una sociabilidad definida, señalaba recién, por el imperativo de la transparencia. Transparencia, diría, en un sentido doble, o al menos doble. Transparencia en la distribución y circulación de los imágenes, porque, se sabe, los algoritmos tienden a confirmar y exacerbar las propias tendencias y los propios perfiles de los usuarios, que como en el famoso meme del hombre araña parecen enfrentarse siempre, aunque inadvertidamente, a su propio reflejo. Pero sobre todo transparencia en la construcción de las propias imágenes, donde la subjetividad escenificada en las redes, y solicitada por las redes, es una subjetividad que está en todo momento expuesta, en todo momento volcada hacia su propia promoción. Promoción de la propia vida, de los propios gustos, de los propios placeres, incluso de las propias miserias y los propios duelos. En general, diría, de la propia intimidad, una intimidad que se define en su exposición, sin opacidad y sin negatividad. Ahora bien: una intimidad que en todo se muestra parece ser una intimidad que carece de un inconsciente. Que carece de todo secreto.

3.

Acaso sea este el fondo sobre el cual hace falta pensar la iniciativa de This is just to say. Porque, como las imágenes que saturan las redes y plataformas sociales, los videos de This is just to say registran la cotidianeidad de los videastas. Como aquellas imágenes, también, el sujeto que está detrás de ellas se enuncia casi siempre en una primera persona confesional. Pero la diferencia es fundamental, dado que en This is just to say la subjetividad no es una subjetividad que acepte asimilarse a la lógica de la transparencia, sino, al contrario, una subjetividad siempre opaca y siempre desfondada, que no se muestra sin a la vez ocultarse. La imagen, por su parte, no está aquí en función, por supuesto, de una experiencia espectatorial homogénea, eficiente, sin trabajo y sin pliegues. Más bien al contrario, los envíos y reenvíos suponen siempre múltiples discontinuidades: discontinuidad temporal y geográfica, claro, pero sobre todo discontinuidad estilística, entre un cineasta y otro e incluso al interior de los propios videos. De este modo, el cálculo respecto de la propia representación, el cálculo respecto de una propia representación que tiende a la transparencia, es aquí desplazado por una exposición que se sabe escindida y provisoria.

De este modo, los videastas de This is just to say parecen prolongar el movimiento deconstructivo que el cine experimental persiguió en sus orígenes. Como queda claro en el ensayo de Galuppo sobre el found footage, se trata muchas veces en el experimental de postular con las imágenes, a través del trabajo con las imágenes, una forma del retorno de lo reprimido. El retorno de aquello que el idealismo del cine clásico habría denegado. Como en la mencionada crítica del diapositivo, sin embargo, también en el cine experimental, o en cierta tendencia hegemónica del cine experimental, aquello que debe retornar es la materialidad de la imagen. En este punto, habría que decir que en This is just to say lo que retorna no es una materia, o no es solamente ni principalmente de orden material. Parecería tratarse en cambio del propio proceso de registro en tanto registro, del deslizamiento de la escritura videográfica. Acaso esto se deba a que, como decía, el cálculo digital parece carecer de un inconsciente que pueda llamarse material. Es pura visibilidad y pura transparencia. En este sentido, en This is just to say no parece tratarse siquiera de un retorno, sino más bien de una resistencia o de una persistencia. Donde lo que persiste es aquello que en la sociabilidad no puede ser enunciado con transparencia —incluso aquello que, siendo constitutivamente opaco, es condición de toda comunicación y de toda subjetividad. Donde la opacidad de un rostro, el pliegue de una palabra, la discontinuidad de una imagen, no supondrían un obstáculo para la sociabilidad sino, al contrario, su condición de posibilidad, o de imposibilidad. En este sentido, This is just to say ataca una pregunta central para la contemporaneidad de la imagen, después de la cinefilia. ¿De qué modos, todavía, pueden las imágenes transformarnos?

 

1 Comment
  • World Music BA
    Posted at 14:17h, 03 diciembre

    Excelente articulo, me ha dejado reflexionando. Muchas gracias por tus palabras.

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